©Roseli Vaz

   Están sentados a la mesa del bar, otra vez en silencio. Ella es muy joven y él no sabe lo que ella hace, no recuerda quién los presentó, no sabe con quién ella llegó a aquella mesa, él llegó después y ella ya estaba allí. Dos huérfanos, ella bahiana, él de Goiás, sus tierras natales devastadas, sus familias, y él piensa sobre lo que ella le dijo antes, eso de estar envenenados, algo así, y pregunta:
   ¿Qué quisiste decir con eso?
   ¿Eso qué?
   Tú dijiste algo de estar envenenados hasta los huesos. O a partir de ellos. Algo así.    Sí, lo dije.
   ¿Qué quisiste decir? Tú lo sabes.
   No estamos enfermos. La vacuna funciona. Estamos todos vacunados aquí. Nuestros huesos están a salvo.
   No, no lo están. Tú lo sabes, la vacuna no elimina la enfermedad. Solo impide que los síntomas aparezcan, eso sí. Construye un montón de pequeñas jaulas para los antígenos y transforma nuestro cuerpo en un inmenso calabozo. Somos todos bastillas ambulantes. Estamos todos enfermos, y enfermos hasta los huesos. La enfermedad está dentro de nosotros y nunca va a salir.
   Está dentro de nosotros y nunca va a salir, repite él.
Hugo sabe de, siempre lo supo. Leyó sobre, vio y oyó en la televisión. Pero nunca pensó al respecto. Nunca lo dijo en voz alta.
   Las filas, las personas tomando la vacuna cuando todo parecía perdido, cuando parecía que la desgracia llegaría hasta ellos, inclemente, cuando parecía inevitable. Antes, los sobrevivientes migraban hacia el sur y el sudeste y eran aislados y estudiados, cuando no asesinados por algún militar osado o por civiles descontrolados, que parecían decir, y a veces decían, gritaban:
    ¿Por qué no se quedaron allá y murieron?
    La cosa dentro de ellos, paralizada, pero dentro de ellos para siempre, y después dentro de él, de Hugo, y de todos los otros, todos debidamente vacunados.
   Calabozos ambulantes.
   Hugo piensa en un tío al que cierta vez, hace mucho tiempo, le dieron un tiro y la bala nunca salió de su cuerpo. Ni se la quisieron sacar. Los médicos dijeron que causaría más daño abrirlo y sacar la bala que dejarla adentro. Las radiografías, el proyectil visible. ¿La enfermedad en nosotros es así, visible como una bala?
   ¿Qué es lo que tú haces?, él pregunta.
   Estudio artes escénicas. Pero no sé actuar. Quiero escribir.
   ¿Escribir obras de teatro? Escribir obras de teatro.
   Yo tenía una amiga que había estudiado artes escénicas. Ella actuaba.
   ¿Aquí?
   En Goiânia. Casada con un amigo mío que era escritor.
   ¿Escritor?
   Sí, escritor. Novelas, cuentos. Su nombre era Daniel.
   ¿Ellos…?
   Sí, claro. Ellos, todo el mundo. Todo el mundo.
   Las filas eran enormes y había personas tomando la vacuna varias y varias veces y creyentes orando y vendedores ambulantes en las puertas de los puestos de vacunación y periodistas y la vacuna siempre se terminaba y las personas esperaban días en las filas y las filas nunca disminuían y las personas se desesperaban y había tumultos y peleas y muertes, incluso con el gobierno que decía que la cosa había sido controlada, que no se preocuparan, y la cosa no quedó del todo clara realmente, cómo el avance de la epidemia fue tan avasallante y, después, cómo fue contenida con tanta rapidez. Las personas no quisieron pensar al respecto. Él, Hugo, no quiso pensar al respecto. Todo el mundo quería simplemente olvidar.
   ¿Te gusta el teatro?
   Es todo teatro, él responde sin reflexionar mientras piensa en los días de la vacunación, en las filas, en los tumultos, en todas aquellas personas en el bar, en la calle, por la ciudad, fuera de ella, fuera de todo, y también piensa en las personas en las áreas devastadas, los que no murieron y no se fueron, los que insistieron en quedarse, en las ruinas, en el medio de la nada, en los lugares ahora sin nombre.
   Es todo teatro, ella repite y ríe e inmediatamente él se está riendo también.

 

Traducción de Julia Tomasini
Editorial Rocco, 2011

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