Adriana Lunardi
Escribo lentamente y poco. Llevo apenas cinco libros hasta ahora. Al principio eran los relatos breves de As meninas da Torre Helsinque (Las chicas de la Torre Helsinki, 1996) y de Vésperas (Vísperas, 2002). Entre ambas publicaciones hubo dos mudanzas de ciudad y una nueva profesión: la de guionista. Paso por largas temporadas de silencio.
A lo largo de diez años escribí documentales sobre Brasil para el programa Expedições (Expediciones) que se transmite por la televisión pública. En 2006 publiqué mi primera novela, Corpo Estranho (Cuerpo extraño). Seis años después le llegó el turno a la novela A vendedora de fósforos (La vendedora de fósforos, 2012). En ese ínterin escribí cuentos para revistas, periódicos y antologías, terminé una maestría en literatura brasileña y participé en eventos literarios en Brasil y en el exterior.
Son ese tipo de cosas las que me hacen retornar a las palabras. Impartí talleres de escritura para autores jóvenes en escuelas públicas y privadas de Río de Janeiro. Mis libros fueron finalistas de premios, dos de mis títulos se han traducido a otros idiomas. El bloqueo de la escritura es uno de los temas constantes de mi terapia. Al final llegué a una pequeña novela para jóvenes, A longa estrada dos ossos (La larga carretera de los huesos) en 2014. En ese mismo año recibí el Premio Icatú de Artes y, por primera vez, pude experimentar la forma de vida de una escritora.
Actualmente estoy desarrollando una serie de televisión como coautora. Es mi primera incursión haciendo ficción en ese formato. Escribo mucho y con plazos muy ajustados. En la computadora, una novela espera ser concluida.
Cuento “Clarice” incluido en la novela Vísperas
Desde la veranda, él señala la inmensa roca puntiaguda y las casitas apiñadas que suben por la ladera. Profesoral, llama a cada cosa por su nombre, educando mi mirada en todo lo que ama.
Aquél es el morro Dois Irmãos; a su lado, la favela da Rocinha.
En la vibración de su voz, en sus palabras que se atropellan, hay un apuro por darse a conocer, la ansiedad de cumplir el papel que durante toda la vida (mi vida, al menos) evitó desempeñar. El papel de mi padre.
(…)
¿Cuál es el primer lugar que te gustaría conocer de Río de Janeiro?
El cementerio de Cajú, respondo, sin vacilar.
Listo. Ya está claro. Soy una chica difícil. De esas que hacen que los padres hinquen los codos en la mesa y se aseguren las sienes con el índice y el dedo medio, mientras los pulgares sustentan las mandíbulas inferiores, alisando la máscara de la perplejidad.
La carcajada de Penha, llevándose la mesa del café, llena la sala de espontaneidad.
Tantas cosas lindas para ver en Río y la chica quiere ir al cementerio. Es para morirse, señor Octavio!
Octavio se pone pálido y sus ojos se clavan en la mesa, vejado ante la crítica popular de los hechos.
Arrepentido, digo, ambigua en el tono, que tanto puede ser interrogativo como de adivinación.
¿Eso es lo que quieres? me encara Octavio, la furia infiltrándose casi imperceptiblemente en la corriente única del discurso paterno, el rostro crispado de indignación.
No está entre amigos, debería saberlo, pero no parece haber entendido. Dejo que la provocación agonice solita hasta que el ruido del tránsito, llegado de muy lejos, la atropelle. Octavio desvía las pupilas hacia el cielo y suspira.
(…)
Cuanto más avanzo, más se cierra el hueco del silencio, amplificando el ruido de los zapatos que desmigajan la tierra. El calor también crece, y siento que estoy perdida. Paro, escucho con más atención. Nada se mueve, salvo una abeja perturbada por el sol. Espero, inmóvil, hasta que mis oídos alcanzan el son ahogado de una banda reiterándose a lo lejos.
Vuelvo sobre mis propias pisadas y después de doblar esquinas y equivocar el camino, avisto a un enterrador arrodillado junto a una fosa abierta. Hago una aproximación cautelosa para evitar que lo asuste mi presencia. El hombre se vuelve, interrumpiendo un golpe de picota. Lo saludo. Él me responde manteniendo el cigarro ya casi consumido en la comisura de la boca; después mueve el mentón señalando el vacío abierto en el suelo y agrega: No tenga miedo. Es sólo un trabajo de reforma. Sonrío, tratando de mostrar confianza, y pregunto dónde queda la sepultura que busco. El hombre señala con una pala sucia de cemento en dirección adonde vine.
Siga por allí hasta la calle G. Es el octavo, a la izquierda
Agradezco, aliviada, y al darle la espalda, lo escucho preguntar.
¿Usted es de la familia, señorita?
Yo me vuelvo, la lengua ya apoyada en los dientes de adelante, el soplo de la «n» listo para iniciar un «no», cuando una idea empieza a dar vueltas detrás de la respuesta, postergándola.
No, no era hija, sobrina, prima. Ningún lazo de genealogía me ataba a ella, pero ¿a qué familia podía yo pertenecer? No había tenido un padre hasta hoy y cuando él aparece es mi madre la que parte: un arreglo demasiado simple para la institución familiar, ofende las leyes más elementales que la regulan. Nada en mi vida afianzó nunca las relaciones de parentesco. De querer una familia, yo misma tendría que formarla. Hacer una selección particular de personas e inventar una afinidad que nos uniera. Una desesperación de comprender, por ejemplo, suplantando a la sangre. Entonces sí podría afirmar, gritar al sepulturero que Clarice me era más familiar que cualquier otro ser del mundo. A ella me unía al fin algo parecido. Algo fundamental. Ella era alguien que me miraba a los ojos, y en esa mirada estaba el secreto que compartíamos. Un secreto que sólo existe por la complicidad de saberlo, como todos los secretos de familia. Ella apartaba de mí el temor de enloquecer sólo porque aquello que yo sentía todavía no tenía nombre. Y me daba coraje para ser lo que yo era, para gustar de serlo. Asumía mi extrañeza, me señalaba la belleza que había en ella, y, sobre todo, la cercaba de dignidad. El resto del mundo que quedara atónito si yo era uno de aquellos que matan para florecer.
Antes de que yo pudiera decir un sí victorioso, sibilante de convicción, el hombre ya había retomado su tarea, indiferente como todo albañil que yergue tumbas bajo el sol.
Vuelvo lentamente a la calle principal. La luz del mediodía da cuenta de todo. Doblo la esquina indicada y mis ojos avanzan sobre el mármol que se alza de la tierra como paloma de buche hinchado. Una paloma cubista. En la lápida, las letras están pintadas a mano sobre el molde tallado en piedra. En la línea superior, el nombre en hebreo y la estrella de David. Una única fecha, 9-12-1977, sepulta para siempre el misterio del año de su nacimiento.
Clarice Lispector, leo. Clarice Lispector, leo otra vez, repitiendo, repitiendo, hasta que mis ojos creen.
Un gusto salado me invade la boca. Las lágrimas llenan los canales escondidos bajo el rostro, pero no corren. Las guardo para sacar de ellas fuerzas en el sufrimiento. Quiero el llanto sólo cuando el dolor exceda lo que puede comprenderse. Y aquí hay encuentro. Estoy delante de la tumba de Clarice Lispector y esta es mi historia. Había ido allí para vivirla, para apropiarme de lo que gusto, para ceder a la mínima manifestación de mi ser difícil, áspero, desesperado. Sobre todo, había ido allí para otorgarme una filiación.
Saco la piedra del bolsillo y la deposito en la superficie rebosante de luz. Un ritual cuyo sentido no conozco con certeza, pero que tomoprestado para iniciar la tradición de mi linaje.
El cuerpo duele de celebración. El mediodía ha barrido toda posibilidad de sombras. Acaricio el lecho blanco. El polvo se adhiere a mis dedos, recordándome el eterno polvo que somos y seremos. Oigo un ruido detrás de mí. No tengo apuro. Sé que al volverme veré a Octavio, las manos en los bolsillos, entre furioso y aliviado, pensando qué hacer conmigo. Hay, finalmente, cosas para las cuales él no tiene nombre. Pero puede estar cerca, muy cerca, de conocer la orden de los corazones salvajes.
Lunardi, Adriana
Vísperas
Argentina: Bajo la Luna, 2002