Miguel Sanches Neto
Nació en 1965 en Bela Vista do Paraiso, al norte del Paraná, un estado al sur del Brasil. En 1969 se mudó a Peabirú, también dentro de este estado, donde pasó la infancia. Huérfano a los cuatro años de edad, se crio en una familia de agricultores analfabetos. Hizo el curso de técnico agrícola y acabó como trabajador esclavo en una hacienda de Mato Grosso, trampa de la que logró librarse para entrar a cursar letras.
Doctor en letras por la Universidad Estatal de Campinas (Unicamp), es autor, entre otros textos, de novelas como Chove sobre mina infáncia (Llueve sobre mi infancia —2000), una de las primeras obras de autoficción de la literatura brasileña, en la que narra los cien años de silencio vividos por su familia analfabeta. Un amor anarquista (2005), sobre la primera colonia anarquista de América Latina; A máquina de madeira (La máquina de madera—2013), historia del cura brasileño que inventó la primera máquina de escribir industrializable del mundo, en 1859; A segunda pátria (La segunda patria 2015), una distopía sobre un Brasil alineado con la Alemania de Hitler y que caza a los negros; además del libro de cuentos Hóspede secreto (Huésped secreto), con el cual recibió el Premio Cruz e Sousa en 2002. Ganó también el Premio Binacional de la Artes y la Cultura Brasil-Argentina en 2005. Fue finalista del Premio São Paulo de Literatura en mejor novela en 2011 y 2013, en el que compite también este año. Finalista del Premio Portugal Telecom dos veces, Miguel Sanches Neto ha sido traducido en Argentina, España, Canadá, Alemania, Italia y Cuba. Vive en Ponta Grossa, Paraná, donde se desempeña como profesor universitario.
Sobre él se han manifestado varios críticos, siempre con opiniones entusiastas: “Uno de los grandes momentos de nuestra literatura”: Wilson Martins, profesor emérito de la Universidad de Nueva York. “El mejor autor de su generación”: Mario Sabino, revista Veja. “Un lenguaje lapidario al estilo de un Truman Capote o de un José Cardoso Pires”: Pires Laranjeira, Jornal de Letras (Lisboa).
Acaba de lanzar la novela policiaca A bíblia do Che (La biblia del Che), sobre el paso del Che Guevara por Brasil, antes de su muerte en las cordilleras bolivianas. Este libro es considerado como una de las obras más importantes para entender al Brasil contemporáneo en que la corrupción es una constante.
Fragmento de la novela
Un amor anarquista
Sobre un banco de madera, dejado al lado de mi cama, estrecha, igual a la de los otros solteros, coloqué una lata con flores silvestres, para que Jean Gelèac encontrara un ambiente agradable. Está con el grupo desde mediados de 1891 y nunca tuvo mujeres, se negó al amor fácil de Narcisa, que al final propago la discordia entre casados y solteros más de lo que amenizo su falta de mujer. Tímido y joven, un tanto romántico como siempre somos a los veinte años, Gelèac se ha dedicado al vicio de la virtud, arreglándoselas solo. Su rostro está cubierto de granitos y, al contrario de los hombres casados, o de los más maduros, acostumbrados a la soledad de estas tierras, tiene la piel color papel y sus ojos profundos revelan su ansia de amor.
Hablé seriamente con él, le dije que necesitaba una mujer, y él me dijo que no, que aguantaba bien la vida en la Colonia, pero bastaba ver aquel rostro para percibir cuánto sufría. Las mujeres casadas, aunque quisieran -y desgraciadamente no quieren- no podrían darle el cariño que merece. Decidí, entonces, compartir mi cama con él.
Cambié las sábanas -era la primera vez con una mujer de verdad y él merecía lo mejor por lo que había hecho por la Colonia, por su coraje y abnegación. Yo estaba excitado por poder proporcionarle aquel momento de amor.
Adele llegó cuando la cama estaba hecha. Venía con uno de sus vestidos viejos, remendado a la altura de la barriga y al lado de la cintura, fino de tanto haber sido lavado, que revelaba el cuerpo delgado, aunque bien formado, de mujer madura y saludable -y esta salud seria el remedio de Gelèac-. No estaba ni expansiva ni retraída, se aproximó y me besó en la boca, en una entrega pacífica y silenciosa -sentí su piel fresca y los cabellos todavía húmedos del bafío vespertino. Por un momento tuve ganas de quedarme con ella en el cuarto, de cerrar la puerta de nuestra casita e invitarla a acostarse; yo también estaba huérfano de amor. Podría quedarme con ella hasta el amanecer, y no dejar que nadie tocara aquel cuerpo, pero este pensamiento se desvaneció enseguida. Fui a la ventana y la cerré para que no entraran mosquitos. Ella encendió la lamparita colgada de la pared.
Para no pensar como un burgués tenía que continuar con la preparación del cuarto. Barrí el piso de madera, haciendo un ruido áspero, mientras Adele se acomodaba en la cama, mirando la llama de la lamparita, que reflejaba luces extrañas en sus ojos.
—¿Crees que Gelèac va a venir? -quiso saber.
—Me aseguró que sí. ¿Y Aníbal? ¿Hablaste con él?
—Le dije que venía a tu casa. Estaba un poco borracho y me dijo que te besara mucho, que te lo merecías.
—¿Le hablaste de Gelèac?
—Todavía no. Tal vez ni aparezca, ¿para qué hacer sufrir a Aníbal antes de tiempo?
—Lo va a aceptar cuando otras mujeres sigan el ejemplo.
—Aceptar ya acepta, pero no puede dejar de sufrir.
—Es un buen socialista, finalmente encontrará fuerzas.
—Adele no prestaba atención a mis movimientos: inmóvil, esperaba la hora en la que le tocaría actuar en el teatro. Era así como yo percibía aquel encuentro, una pieza de teatro en la que yo era el autor del texto, quien definía lo que cada uno de los personajes debía hacer o decir, y esta autoría me libraría de la tristeza que los ojos de Adele destilaban en contacto con la claridad de la lamparita.
La luz la hacía más linda. No identifiqué esa belleza cuando, en mi regreso a Italia, nos encontramos. Aquí, en la Colonia, tal vez por la luminosidad tropical o por el verde de la mata o incluso por el silencio, se puso más linda, y su belleza aumenta día a día. Solo ella no lo percibe, pues no tiene ni espejo. Y eso es bueno, su hermosura pertenece a todos los hombres libres que la desean no como Adele, compañera de Aníbal, sino como mujer.
Percibí que había alguien más en la casa, pero no escuché ningún ruido. Fui a la cocina y encontré a Gelèac apoyado en la pared. Le pedí que me acompañara y él, tímido, las manos en los bolsillos -cerca del sexo, lugar que sus dedos conocían tan bien- me siguió, y le dije que se acomodara en la cama, cerca de Adele. Vacilo un poco, pero ella, con cuidado, tomó sus manos y fue acercándolo. Y aquel cuerpo fuerte se dejó llevar por los brazos finos de la mujer, arqueándose hasta el punto en que o se sentaba en la cama o se arrodillaba. Se sentó y recibió un beso, yo sabía que de ahí en más no necesitaban más de mí, me agaché, le besé la frente a los dos y cerré la puerta al salir de la casita –el corazón acelerado, como si fuera mi primera vez con una mujer.
Caminé por el campo, evité el comedor, Aníbal podría verme y preguntaría por su compañera. No era momento para decirle que nuestro casamiento anarquista tenía un socio más, un muchacho lleno de vida y de ideas, uno de los nuestros, defensor de la vida comunitaria, que merecía a Adele tal vez más que nosotros dos, pues era joven y había cambiado su juventud por esta vida.
Una parte de mí, sin embargo, sentía la falta de esa mujer, era mi raíz egoísta, contra la cual luchaba todos los días, recordando que los intereses de la Colonia tenían más importancia y mis dolores no pasaban de sentimientos individuales y soportables. Caminaba por la calle, veía la luna levantarse en el horizonte, una luna llena, luminosa, palpitaba de forma tan intensa que llegué a sentir ganas de volver a mi casa, a mi cama, a mi mujer. Y de repente quería que las cosas fueran mías. Y eso era triste, más triste que la soledad.
Sanches Neto, Miguel
Un amor anarquista
Argentina: Rosário, 2005