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Carlos Henrique Schroeder

 

 

Nació el día 9 de junio de 1978, en Trombudo Central, estado de Santa Catarina, en el sur de Brasil (entre el océano Atlántico y Argentina). Entre cuento, novela y teatro ha publicado varios libros destacándose las siguientes obras: RG e outras dramatúrgias (Registro Civil y otras dramaturgias), recopilación de sus piezas de teatro, ganadora del Premio Elisabete Anderle 2009; una colección de cuentos, As certezas e as palabras (Las certezas y las palabras), obra ganadora del Premio Clarice Lispector, de la Fundación Biblioteca Nacional, en 2010; y su libro más conocido, la novela As fantasias eletivas (Las fantasías electivas), lanzada en Brasil en 2014 por la editora Record y, en España, por Maresia Libros. El libro une prosa, poesía y fotografía para reflexionar sobre la soledad y la creación literaria, mostrando cómo la literatura, la de verdad, está hecha más que todo de sangre.

Para el crítico literario Antonio Sáez Delgado, de El País, de España, “Las fantasías electivas es un libro plural que nos abre las puertas de una obra singular en la actual narrativa iberoamericana”. El libro fue lectura recomendada para los exámenes de admisión a las universidades del estado de Santa Catarina en 2016 y 2017, y escogido como la mejor novela de 2014 por la Academia Catarinense de Letras. Fue también finalista del Premio transnacional Océanos Itaú Cultural. Otra obra destacada es História da chuva (Historia de la lluvia —Record, 2015), considerada para la beca Petrobras Cultural y escogida como una de las 1,001 obras brasileñas que hay que leer antes de morir, por el sitio web homónimo.

Sus más recientes libros han recibido reseñas y notas destacadas en los principales diarios de Brasil: O Globo, Folha de São Paulo, Revista Cult, Revista Época, Jornal Rascunho, Gazeta do Povo, Estado de Minas, entre otros. Algunos de sus cuentos se han traducido al inglés, alemán, español e islandés.

Son de resaltar, asimismo, las acciones del escritor a favor de la difusión del libro y la lectura. En 2016 recibió la Medalla Cruz e Sousa del gobierno de la Provincia de Santa Catarina, el más alto honor en el área cultural, por sus innumerables servicios prestados al libro y a la lectura. Por otra parte, es editor asociado de la revista Pessoa, de São Paulo, única publicación destinada a la divulgación de la literatura lusófona en el país, desde 2014. Firma la columna de literatura del periódico Diário Catarinense todos los miércoles, desde 2014.

 

Fragmento de la novela
Las fantasías electivas



A.
Llegó sofocado al baño, se lavó la cara, se miró en el espejo.
Necesitaba controlarse, no podía echarlo todo a perder de nuevo, ella no se lo merecía. Pero era como un destornillador, que penetraba hondo, dilacerando su pecho. Y lloró una vez más, por ser débil, por no controlar a ese monstruo, por no estar curado.

¿Sería ésta la palabra correcta, curado? ¿Cómo curarse de algo que forma parte de tu propia naturaleza? ¿Cómo separar el aceite y el agua después de mezclados? Había arruinado su vida de tal manera hacía unos años que, cuando se entregó  al mar, ni las olas lo quisieron, y una ola furiosa lo devolvió a la arena. Escupido por el mar y por la muerte, sólo le quedaba levantarse y caminar. ¿Estaría allá fuera aún? ¿O se habría ido, como tantas otras? Podía oír el runrún de las conversaciones en el restaurante: algunas parejas hablando alto, una música hortera de fondo, el ruido de los rudos camareros recogiendo los platos, el griterío en la cocina. Se miró de nuevo en el espejo, ahora los ojos enrojecidos necesitaban volver a la mesa, y él tenía que ser amable, brillar, y olvidar que la gente se mira, que el deseo no siempre es recíproco. Se acordó de su madre y de la primera vez que sintió celos, cuando su hermano mayor recibió el mejor regalo del padre y la mejor caricia de la madre. Todo eso sucedió hace mucho tiempo, en una Navidad cualquiera. Pero no fue sino muchos años después, al pensar en esa Navidad, cuando entendió que la vida es una colección de derrotas y victorias emocionales que se apilaban tras el ego.

Ella aún está en la mesa, tranquila, tamborileando los dedos, parece preocupada. Él traga saliva, esboza su mejor sonrisa y se dirige hacia ella. Se disculpa con una mentira cualquiera: pero ella sabe que él está mintiendo, ellas siempre lo saben.

—¿Mejor?

—Sí, sí, ya estoy mejor, no sé qué me ha pasado, creo que estoy un poco nervioso, disculpa.

Y el gilipollas de la mesa de al lado todavía la miraba, el muy payaso, el tipo estaba con la novia, las manos cogidas, acariciándoselas, pero mirando hacia mi acompañante.

¿Por qué la gente es tan idiota?

Muy bien, no importa, necesito recomponerme, nos miramos a los ojos, es ella la que debe hablar, ésa es la costumbre, ése es el camino, vamos allá. No me conviene abrir la boca, sé que diré la verdad: nací, crecí, me casé, tuve un hijo, casi maté a mi niño y a mi mujer, me divorcié, me pasé dos años bebiendo como un loco, me intenté ahogar, y nada de eso me pareció grandioso, heroico, seductor. Ella me habla de cosas maravillosas, de cuando bailaba, y yo adoro a las mujeres que bailan, y también me cuenta que fue una estudiante aplicada, y que es celosa. En tono de broma le pregunto cuánto es de celosa, y ella sonríe, sin darse cuenta de lo importante que eso es para mí.

B.

Nada más salir del hotel, guardó la chapa identificativa en el bolsillo trasero y se sacó la camisa de dentro de los pantalones, se aflojó el cinturón y se desabrochó un botón más de la camisa.

Atravesó la avenida dos Estados en un suspiro, caminó cuatro manzanas y desembocó en la calle Paraguay. Tomó aire, pues le esperaba una subida de casi dos kilómetros por una calle de suaves repechos, hasta llegar a donde vivía, en la calle Paquistão, en el barrio de las Nações. Había trabajado toda la noche y estaba cansado, pero no tenía dinero para un taxi. Era invierno, y los inviernos eran siempre duros con él y para él. Su uniforme, un conjunto formado por una camisa de poliéster beige (que no lo dejaba transpirar y era causa de una cascada de sudor que se escurría por su espalda y se empozaba en  sus calzoncillos) y unos pantalones rojo cardenal (también de poliéster, que asaban sus muslos), ese disfraz corporativo lo enervaba y no había día en que no maldijera a quien ideó o tuvo la ocurrencia de confeccionar un uniforme cien por cien de poliéster. Que les diesen ya de una vez unas bolsas de basura, pensaba. Esa vestimenta no casaba para nada con un hombre de treinta y cuatro años. No era apropiado, y cruzó la avenida Palestina meneando la cabeza, mientras pensaba en dejar a deber un paquete de macarrones y una cabeza de ajo en el Mercado Passarinho, que estaba cerca de su casa. Los únicos dos platos que sabía cocinar eran macarrones al ajo y arroz con verduras. Alternaba ambos, y así nunca los aborrecía. De lo que se tiene, se hace. Y con el olor del ajo en su mente, después de dejar atrás la Escuela Municipal Presidente Médici, oyó su nombre:

—¡Hey, Renê!

Miró hacia atrás y vio a un chico delgado, con la cabeza baja, que vestía una camiseta andrajosa y una gorra que le cubría los ojos. Y cuando advirtió el cuchillo en su mano, el desconocido ya estaba a un metro de él. Renê reculó un paso y giró rápidamente hacia el otro lado, pero sintió un terrible ardor en la barriga, como un corte empapado en alcohol. Vio el cuchillo caer al suelo: era de cocina, de los pequeños, de los de sierra. Realmente querían hacerle daño. Y entonces vio los ojos del agresor, no había dolor, no había rabia.

—Es un aviso, un recordatorio, colega, deja a la Seca a su rollo. Desaparece, ¿lo pillas?

La Seca. Lo pillas. La Seca. Lo pillas. La Seca. Lo pillas. Estas palabras resonaron unos segundos en sus oídos, la Seca, lo pillas, la Seca, lo pillas.

Schroeder, Carlos Henrique
Las fantasías electivas

España: Maresia Libros, 2016