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Veronica Stigger

 

 

Nació en 1973, en Porto Alegre, una ciudad en el sur de Brasil, donde hace mucho calor en verano y mucho frío en invierno. Desde 2001 vive en São Paulo. Es escritora, crítica de arte y profesora universitaria. Tiene un doctorado en teoría y crítica de arte por la Universidad de São Paulo (USP) y realizó investigaciones de posdoctorado en la Universidad de Roma La Sapienza, en el Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de São Paulo (MAC USP) y en el Instituto de Estudios del Lenguaje de la Universidad Estatal de Campinas (Unicamp).

En sus libros explora las diferentes formas literarias desatendiendo, deliberadamente, los límites de género. Por eso, sus textos asumen los más diversos formatos: cuentos, poemas, pieza teatral, leyenda, anuncio publicitario, charla, etcétera. Desde 2010 realiza intervenciones artístico-literarias en exposiciones colectivas e individuales.

Es autora de doce libros de narrativa: O trágico e outras comédias (2003), Gran Cabaret Demenzial (2007), Os anões (2010), Massamorda (2011), Delírio de Damasco (2012), Opisanie świata (2013), Minha novela (2013), Sur (2013), Nenhum nome é verdade (2016), Sul (2017) y de los libros infantiles Dora e o sol (2010) y Onde a onça bebe água (2015), en coautoría con Eduardo Viveiros de Castro. Opisanie świata, su primera novela, recibió los premios Machado de Assis a la mejor novela brasileña del año, que concede la Fundación Biblioteca Nacional; el Premio São Paulo de Literatura y Açorianos.

 

Fragmento de la novela Opisanie Swiata



HOW TO BE HAPPY IN WARSAW

El tipo era retaco, sus brazos y piernas como pequeños troncos. Su cara redonda, rodeada de gruesas hebras  de pelo castaño oscuro cortado como casco: un extraño corte de pelo que acentuaba todavía más la redondez de su rostro. La parte inferior de su protuberante barriga no se contenía dentro de la camisa color rojo sangre: saltaba hacia afuera por debajo y por las aberturas que se formaban entre los botones debido a la presión del cuerpo rollizo contra la tensión de la tela. La única cosa flacucha que tenía el tipo era el bigote: delgado, largo y con las puntas levemente torcidas hacia arriba. No estaba ni llegaría a estar de moda, pero le gustaba tenerlo así. Aunque hacía calor aquel agosto, llevaba sobre la camisa rojo sangre y el pantalón claro de lino un largo kimono de seda escandalosamente estampado, que, de tan largo, se arrastraba por el suelo y atrapaba polvo, arena, piedrecillas y toda clase de desechos que encontraba por ventura a su paso. Llevaba con esfuerzo cuatro maletas de distintos tamaños: una en cada mano y una bajo cada brazo tronchudo. Al ver a Opalka sentado en una de las bancas de la estación, leyendo compenetrado el periódico, sonrió feliz, aceleró el pasito, se tropezó con el dobladillo del kimono y se estrelló contra el suelo a unos cuantos pasos de la banca. Con la caída, sin querer arrojó hacia adelante sus maletas, que se desparramaron ruidosamente frente a Opalka. Como en un boliche, las cuatro maletas tiraron el pequeño baúl de Opalka, que, a su vez, cayó sobre su canasta de limones y la volteó. Los limones, una docena, rodaron hacia afuera. Uno de ellos avanzaba veloz hacia las vías, mientras los otros se estancaban debajo de la banca, entre las piernas de Opalka y alrededor de la canasta y del baúl. El tipo, que se había levantado de un salto, se arrojó al piso como si se zambullera en una alberca para intentar detener el limón. Pero fue en vano. Su brazo, muy corto, no fue capaz de alcanzarlo y el limón cayó al fin sobre las vías. Opalka, que observaba sorprendido la escena por encima del periódico, hizo entonces un movimiento para reunir los demás limones. Pero el tipo, que ya estaba otra vez de pie, sacudiéndose con fuerza el kimono escandaloso, estiró la mano abierta, indicándole a Opalka, con ese gesto, que no se moviera.

Sin hacer caso, Opalka depositó el periódico en la banca, a su lado, e inclinó el tronco. Cuando iba a tomar uno de los limones, que estaba cerca de su pie izquierdo, el tipo hizo nuevamente un gesto con la mano y gritó en alemán:

—¡Alto!

Opalka, sorprendido, se detuvo, miró al tipo y volvió a alzar el torso, abandonando el limón. El tipo le sonrió y, cojeando, recogió la canasta del suelo y fue poniendo dentro de ella, uno por uno, los once limones. Opalka cogió el periódico y retomó su lectura.

Después de llenar la canasta, el tipo levantó el pequeño baúl, le dio un golpe vigoroso con la mano derecha para sacudirle el polvo y lo acomodó junto a los pies de Opalka, apoyado en la banca. Éste desvió por un momento su atención del periódico y miró al tipo de reojo. El recién llegado estaba ahora acomodando sus propias maletas. Las organizaba por tamaños justo frente a la banca en la que estaba Opalka. La más pequeña quedó a los pies de éste y la más grande frente al lugar que el tipo había elegido para sentarse.

Al cabo, el hombrecillo tomó asiento al lado de Opalka, que lo miró de lado, discretamente. El tipo analizaba cada milímetro de su kimono y, de vez en cuando, chasqueaba la lengua y meneaba la cabeza de un lado a otro, molesto. Opalka ya no podía concentrarse en el periódico. Observaba al tipo que, después de mucho chasquear la lengua y menear la cabeza, se inclinó en diagonal hacia el suelo para alcanzar su maleta más pequeña. Como no se había levantado de la banca, pasó el cuerpo sobre las rodillas de Opalka, que apretó el periódico contra su pecho para evitar que la cabeza del otro lo aplastara. Éste, a su vez, revolvía y revolvía y revolvía el interior de su maleta, siempre gruñendo y suspirando.

Como no encontró lo que buscaba, se levantó y se acercó a ella. Se agachó frente a la maleta y volvió a revolver su interior, metiendo en ella parte de su cabeza. Opalka sacudió el periódico, como si así pudiera desarrugarlo, y volvió a leer. Pero se distrajo de nuevo; esta vez, por una exclamación de júbilo que venía de abajo.

—¡Ah!

Opalka miró una vez más por encima del periódico y ahí estaba el tipo de pie, sosteniendo un cuchillo con una mano y una manzana, como si fuera un trofeo, con la otra. Se sentó a su lado y, antes de comer, se volvió hacia Opalka y le preguntó en polaco:

—¿Puedo ayudarle?

A lo que el otro, alzando una vez más los ojos del periódico, dijo, también en polaco:

—¿Cómo?

El tipo alzó las cejas, le ofreció la manzana a Opalka y repitió:

—¿Puedo ayudarle?

Opalka bajó el periódico, miró de frente al tipo y respondió, también en polaco:

—Discúlpeme, pero no creo haberle entendido.

El tipo suspiró hondo y volteó a ver a los lados, como si buscara alguien que pudiera ayudarle. Miró su maleta pequeña y, en seguida, sus propias manos, ocupadas en ese momento por el cuchillo y por la manzana. Al ver el predicamento en que estaba, Opalka le preguntó, también en polaco:

—¿Puedo ayudarle?

El tipo volteó a ver a Opalka y frunció otra vez la frente. Por si las dudas, le extendió la manzana, balanceándola suavemente y dejó claro, con ese gesto, que le estaba ofreciendo la fruta. Opalka, fingiendo no ver la manzana que el otro le presentaba, repitió:

—¿Puedo ayudarle?

Stigger, Veronica
Opisanie Świata
México: Ediciones Antílope, 2017