Nací un año tan remoto a estas alturas, que me amedrenta un poco, aunque no tanto como para ocultarlo. Estudié un año de derecho, uno de medicina, intenté ser bailarina contemporánea y hasta artesana. Pero nada de esto terminó de funcionar. De manera que me alineé en la tradición literaria familiar e hice la carrera de Letras, lo que me permitió ordenar la anarquía de mis lecturas que iban de Corín Tellado a Dostoievski. Para bien y para mal, pertenezco a una familia de escritores bastante famosos. De manera que con semejantes modelos, la idea de escribir me resultaba inabordable. Por eso empecé tarde, alrededor de los 35 años.

   Tuve tres hijos y viví en Europa durante dos largos períodos signados por las desgracias del país. Fui escribiendo cuentos en los huecos de todos esos movimientos. Tal vez por su brevedad me resultaba más fácil incluirlos en mi vida. Después me animé a escribir una novela: La última vez que maté a mi madre. Le siguió La profesora de español Y ahora, con El Cielo no existe –que es la tercera- creo que voy aprendiendo a hacerlo.

   Aunque me siento, sobre todo, cuentista.

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