Fragmento de
La última vez que maté a mi madre
Hace ocho meses que no le pagan un sueldo completo y ella está dejando de
ser joven. Sin embargo, aquel día jueves al mediodía, a tres cuadras de la clínica
donde operan a su madre, Lina se siente tan indefensa como una chica de diez
años, envuelta en el sereno horror de saber, todo el tiempo, lo que lleva en la
cartera. Aquella bolsita. Una bolsita de tela blanca, ajustada con un cordón de
seda, donde la madre ha depositado sus dientes postizos para que ella, su única
hija viva, los custodie. De manera que más que preguntarse cómo va a sobrevivir
en los próximos años, qué tipo de vida quiere, qué esperanzas y qué rencores va a
definir para la última etapa productiva de su vida, la única pregunta que la ocupa
enteramente es qué hacer con los dientes si entra al hospital y le dicen que su
madre ha muerto.
Lo mejor sería abandonarlos allí mismo. Lina mira con pena el árbol junto al que
se ha estacionado, comprueba que tiene el mismo aspecto enfermizo de todos los
árboles de Buenos Aires, rematado por una lata herrumbrada que parece florecer
de una de sus ramas más altas. Vaya a saber cuándo ha empezado aquello, pero
resulta evidente que día a día van perdiendo su condición vegetal, contagiados del
mismo deterioro de las veredas, los colectivos, los perros, las caras y los zapatos
de la gente. Todo está cubierto por una misma pátina de polvo, un polvo nacional
donde se puede reconocer a veces un rastro de olor de infancia (kerosén y dulce
de leche) tan fuertemente evocador que en instantes a Lina se le llenan los ojos de
lágrimas. Un polvillo que supo ser tierra, y cuando digo tierra me imagino carretas
hundiendo profundamente sus ruedas en el barro, y después hollín y ahora ese
polvillo seco, amarillento y artificial, un polvo sin alma del que no se salva siquiera
la chapa brillante de los coches importados por más que sus dueños los laven y
los lustren con pasión. Los deja allí, los dientes, sobre la tierra que rodea al árbol
–degradada de cemento, cuarteada y meada por los perros- y chau.
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