©Alfredo Garófano

 

Difícil pensar en lo que uno hace cuando no lo está haciendo más allá de que la práctica de la literatura sea un trabajo de 24 horas al día sin vacaciones, ni feriados ni fines de semana. Entonces, sólo se me ocurrieron dos cosas que ya he repetido varias veces y que, tal vez, marquen de algún modo todo lo que hago: el irrealismo lógico y la teoría del glaciar. Mi irrealismo lógico apuesta por una irrealidad privada en la que, de tanto en tanto, es bombardeada por las esquirlas de lo verdadero. La teoría del glaciar es mi respuesta a la hemingwayana y un tanto peligrosa teoría del iceberg; y es muy sencilla: de acuerdo, que haya mucho escondido bajo la línea de flotación; pero que también haya mucho arriba, sobre la superficie de las aguas.

   Y piénsenlo: un lector deviene en escritor que conecta con otro lector y así el ojo y el cerebro y la mano y otra vez el ojo y el cerebro y la maravilla de conseguir que todo un mundo físico y sensorial sea construido y destruido con la fuerza eléctrica de las neuronas hechas memoria. Y, en ocasiones, ese lector —contagiado para siempre— decide escribir.

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