Difícil pensar en lo que uno hace cuando no
lo está haciendo más allá de que la práctica
de la literatura sea un trabajo de 24 horas
al día sin vacaciones, ni feriados ni fines de
semana. Entonces, sólo se me ocurrieron
dos cosas que ya he repetido varias veces y
que, tal vez, marquen de algún modo todo
lo que hago: el irrealismo lógico y la teoría
del glaciar. Mi irrealismo lógico apuesta
por una irrealidad privada en la que, de
tanto en tanto, es bombardeada por las
esquirlas de lo verdadero. La teoría del
glaciar es mi respuesta a la hemingwayana
y un tanto peligrosa teoría del iceberg; y es
muy sencilla: de acuerdo, que haya mucho
escondido bajo la línea de flotación; pero
que también haya mucho arriba, sobre la
superficie de las aguas.
Y piénsenlo: un lector deviene en
escritor que conecta con otro lector y así
el ojo y el cerebro y la mano y otra vez el
ojo y el cerebro y la maravilla de conseguir
que todo un mundo físico y sensorial
sea construido y destruido con la fuerza
eléctrica de las neuronas hechas memoria.
Y, en ocasiones, ese lector —contagiado
para siempre— decide escribir. |