Fragmento de Monasterio
Llevaba ya un par de horas dando vueltas en no sé qué calles y callejones de
Jerusalén, repletos de gente. La caminata, o el sudor, o la nostalgia, o el simple
paso del tiempo me fue calmando un poco. En un quiosco cambié dólares por
shekels. Necesitaba cigarros. Tenía sed. Entré a un bazar de esquina, lóbrego y
sucio, tipo abarrotería. Una israelí adolescente, de diecisiete o dieciocho años, me
vendió una cajetilla de cigarros y una cerveza bien fría y le di un sorbo largo a la
cerveza allí mismo, en el mostrador, de pie frente a ella. Sus facciones eran fuertes,
marcadas, hermosas: ojos grandes y oscuros, cejas gruesas, pelo muy negro, nariz
prominente, piel tersa y joven y de un suave tono oliváceo. Tenía algo redondo y
verdoso tatuado en el hombro.
De pronto colocó su mano derecha justo encima de la bombilla de una rústica
lamparita del mostrador, y se puso a hacer sombras de animales en el techo. Cada
vez que hacía una sombra nueva susurraba una palabra en hebreo. El nombre de
cada animal, supuse. Tal vez hizo un perro, y un cisne, y un caballo, y un cocodrilo.
Me terminé la cerveza en silencio, nada más mirando su pequeña mano jugar
con la luz ambarina de la bombilla. Luego le agradecí en hebreo y me despedí en
hebreo y ella sonrió guapa y burlona ante mi pronunciación en hebreo, mientras
arriba, en el techo, la sombra de su mano me decía adiós. A veces es fácil confundir
belleza con juventud.
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