©Paula Morales

 

Fragmento de Monasterio

Llevaba ya un par de horas dando vueltas en no sé qué calles y callejones de Jerusalén, repletos de gente. La caminata, o el sudor, o la nostalgia, o el simple paso del tiempo me fue calmando un poco. En un quiosco cambié dólares por shekels. Necesitaba cigarros. Tenía sed. Entré a un bazar de esquina, lóbrego y sucio, tipo abarrotería. Una israelí adolescente, de diecisiete o dieciocho años, me vendió una cajetilla de cigarros y una cerveza bien fría y le di un sorbo largo a la cerveza allí mismo, en el mostrador, de pie frente a ella. Sus facciones eran fuertes, marcadas, hermosas: ojos grandes y oscuros, cejas gruesas, pelo muy negro, nariz prominente, piel tersa y joven y de un suave tono oliváceo. Tenía algo redondo y verdoso tatuado en el hombro.

   De pronto colocó su mano derecha justo encima de la bombilla de una rústica lamparita del mostrador, y se puso a hacer sombras de animales en el techo. Cada vez que hacía una sombra nueva susurraba una palabra en hebreo. El nombre de cada animal, supuse. Tal vez hizo un perro, y un cisne, y un caballo, y un cocodrilo. Me terminé la cerveza en silencio, nada más mirando su pequeña mano jugar con la luz ambarina de la bombilla. Luego le agradecí en hebreo y me despedí en hebreo y ella sonrió guapa y burlona ante mi pronunciación en hebreo, mientras arriba, en el techo, la sombra de su mano me decía adiós. A veces es fácil confundir belleza con juventud.

 

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