©Alejandra López

 

Fragmento de Una madre protectora

Recuerdo perfectamente la primera vez que los vi, en el departamento de Renato y Moriana, porque fue también la primera vez que me invitaron a mí a lo más íntimo del círculo áulico. Se celebraba la aparición del segundo o tercer número de la revista literaria que dirigía en esa época la pareja dorada y éramos todos escritores o, como en mi caso, aspirantes con un par de cuentos, extras todavía sin letra, parte del auditorio juvenil y subyugado que festejaba los sarcasmos feroces de Renato, y los comentarios dejados en el aire, como explosivos de detonación demorada, en apariencia inocentes pero todavía más devastadores de Moriana.

   Yo había escuchado hablar antes, por supuesto, varias veces de él, de Lorenzo Roy: el pintor amigo de la adolescencia de Renato, el artista generoso que ayudaba a ilustrar la revista y había cedido para una rifa uno de sus originales, el hombre que firmaba sus obras con el bigote en forma de manubrio que se había convertido en su marca, el último mohicano del expresionismo abstracto, como lo había definido una vez Renato.

   Había escuchado también, cada vez que se lo mencionaba, hablar enfáticamente de su talento, tanto más obvio porque no había sido reconocido todavía más allá de ese grupo. Pero ni aun en aquel tiempo era tan ingenuo como para no darme cuenta de que “talento” en boca de Renato y Moriana era un elogio genérico y casi automático, una distinción que al conferirla se otorgaban también a sí mismos: si era amigo de ellos, naturalmente tenía que ser talentoso.

   Por eso, apenas llegué a la casa, al subir las escaleras, me detuve en la antesala frente al gran cuadro sobre la chimenea que Lorenzo les había regalado para su casamiento y del que tantas veces nos habían hablado. Quería ver por mí mismo, a solas, desprendido de los signos de admiración y de todo lo que había escuchado. Traté de mirar en un estado de indiferencia, de tabula rasa, para dejar que aquella vorágine de azules furiosos me hablara en silencio, que se manifestara desde la tela y me convirtiera en otro fiel.

 

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