Fragmento de La muerte silba un blues?
Pañacocha, 13 de julio de 1942
Espero que las lluvias se detengan. La temporada está por terminar. Hasta ahora no
han cesado, desde el mediodía hasta que nos acostamos. He oído tantas historias,
debería comenzar a darles alguna forma pero, antes, tengo que conseguir una
caja metálica sellada para que mis cuadernos no se humedezcan. Hasta ahora he
perdido dos; uno por una crecida del río por el que descendía y que provocó que se
volcara la balsa. Ni siquiera intenté zambullirme, ¿qué hubiera rescatado? El otro,
porque el agua se cala en cualquier superficie, de cualquier material.
Las hojas del cuaderno se hincharon como esponjas y los hongos se
reprodujeron a una velocidad inaudita y, al tocarlas, se deshicieron en mis manos.
Fue un espectáculo extraordinario. Las palabras desperdigándose en el monte;
volviendo a él. Si no fuera porque eso va en mi contra, lo hallaría de una justicia
conmovedora. A fin de cuentas, también soy una ladrona. Solo que cazo historias,
no tierras.
Baeza, 2 de julio de 1945
Estuve en Quito pasando una temporada. El tiempo de los trámites en la capital
avanza de una manera tortuosa. Con el fin de la guerra y ahora que pasó el peligro,
el tablero se ha reacomodado y hay muchos que se quieren ir. La mayoría viaja a
la costa este de Estados Unidos o a Buenos Aires; por lo pronto, pocos regresan
a Europa.
Mientras hacía las interminables colas en migración conocí a un hombre,
Herbert Cummins, que toma fotografías de Quito y escribe este tipo de cosas para
un pequeño rotativo inglés: “Está en el límite que separa al mundo feudal del
mundo moderno, eso produce una vertiginosa sensación de desequilibrio en el
tiempo. Eso es Ecuador, un poderoso anacronismo”.
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