©Deborah Valença

 

Fragmento de La ciudad más triste

Querido Nathaniel:

Lima posee un segundo cielo que en la confusión de la vigía me ha parecido un paladar mamífero enorme, como si la joven capital peruana hubiese sido tragada por un leviatán. Aún antes de entrar a las aguas poco profundas de la bahía de Lima los vientos, rebotados al mar por la pared andina, vuelven cargados por las pestilencias de la ciudad, se diría, un tufo cetáceo. La maloliencia invita a recordar Nueva York pero no debo ensañarme con la jeune Amérique: es la fetidez la que hermana a los puertos del mundo.

   Ya en tierra el resultado ha sido deprimente. El Callao es un villorrio que se expande como un líquido derramado sobre el desierto: absorbido por la arena, crece lento, pero al unísono, bajo el aliento de un ánimo bíblico a veces vivo, otras, inexistente. Pero si te fijas con atención, si cada día detienes la mirada por algunas horas sobre el mismo trozo de paisaje —tal es mi caso, debido al eterno malhumor del capitán Pease—, podrás ver cómo la miseria le gana un poco de arena a la desolación, y cómo donde antes habían dos esteras hoy hay tres, formando un marco con el suelo que si Dios quiere algún díallegará a ser refugio, mas nunca casa. Entiendo, al escribir, que esta metáfora revele más aburrimiento que elocuencia.

    La dignidad de este puerto solo es salvada por un recordatorio de cierto esplendor colonial ido: una fortaleza española que no he visto en Valparaíso, ni en Santa, ni en Payta. Le llaman Real Felipe, en honor al monarca español. Viéndola, cuesta dejar de imaginar las batallas que el Perú deberá librar con corsarios e imperios hasta que triunfe o desaparezca. Si se me pidiera adelantar el resultado de esas conflagraciones futuras respondería con una pregunta: ¿Qué tiene más posibilidades de prevalecer, el mal del mundo conjurado o las ilusiones plúmbeas de esta nueva nación india?

 

Derechos Reservados © Feria Internacional del Libro de Guadalajara│Créditos