Fragmento de 98 segundos sin sombra
Antes de salir de casa le pedí a la niñera que cuidara mucho a mi hermanito y que
no dejara entrar a ninguna mujer ni aunque le pareciera la madrina de Cenicienta.
Clara Luz no estaba para nadie.
Me hice un nudo gitano con la mantilla y me monté en la bicicleta con rumbo
a la casa del naranjal. La sensación de que hacía algo prohibido no era tan honda
como la felicidad. Creo que solo cuando vi por primera vez a mi hermanito había
sentido esa falta de aire que no asfixia, sino que pide más, hambre de aire, hambre
de oxígeno para un corazón desaforado.
Pasé por la canchita en diagonal al boliche del español, donde algunos chicos
de la escuela Don Bosco de Muyurina jugaban fútbol. “¡Morticia!”, me gritaron.
Lanzaron la pelota en mi dirección, pero la esquivé rápido y pasó por sobre mi
hombro como una bala cobarde. Ni siquiera me mosqueé en mostrarles el dedo
mayor para que se lo metieran donde sabemos, toda yo iba muy por delante
de la bicicleta. Eran mis piernas las que pedaleaban con una fuerza que nadie
asociaría con mis canillas huesudas, pero la vista se adelantaba a lo físico, soñaba,
proyectaba alucinaciones con la técnica de las filminas: Luz sobre una pared y
luego una imagen. Así mismo.
Llegué por fin a la casa y apoyé la bici contra la Ford desvencijada. Toqué tres
veces. Dos segundos y milésimas. Nunca habíamos acordado que yo tocaría tres
veces a modo de un código secreto, pero lo hice. El impulso que tenía de ponerlo
todo dentro de un código secreto era muy grande. En realidad, siempre tuve cosas
privadas a las que ni siquiera Clara Luz tenía acceso, y no me refiero al diario.
Cráteres, ojos de agua, lagos pantanosos en los que hundo mis deseos más…
atroces. Era increíble el modo en que había podido sobrevivir sin que papá entrara
a los espacios escondidos de mi alma con su tristeza violenta, su voz de Lázaro y
sus ronquidos de cloaca.
La puerta se abrió. Sentí náuseas.
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