Fragmento de
¿Quién dicen los hombres que soy yo?
Pero eso no lo ibas a permitir. Que se muriera. No: que se dejara matar. Trataste de
impedírselo, le hablaste de las piedras que fueron alimento, del vino que era agua,
de los ojos blancos, de aquel mendigo, del cadáver que anduvo, de la piedra que
llevas en el cuello, de las fuerzas que invocaste, infinitamente más poderosas que
tú y que él. No te creyó. Te apartó de su lado con violencia –él, con violencia- y te
caíste y desde el suelo viste a dios. Ese hombre era tu dios. Y te llamaste mentirosa,
te llamaste loca y él te dijo: “Apártate de mi vista, mujer”.
Si un perro permanece en la puerta del que le da un mendrugo de pan y muestra
los colmillos, dispuesto para protegerlo, ¿cómo no ibas tú a defenderlo hasta de
sí mismo? Por eso el día en que se lo llevaron y le hicieron todos esos horrores, tú
apretaste la piedra y el cielo se encapotó hasta convertirse en una masa de lava
gris y tu llanto –ay, tu llanto- hizo que gente a miles de kilómetros llorara sobre la
sopa, haciendo el amor, labrando la tierra, en sueños.
Cuando su cabeza colgó sobre su pecho, inerte, te hiciste un ovillo y la gente te
pisoteó y un perro te olfateó y quisiste morirte ahí mismo, pero entonces rompiste
a llorar. Y tu llanto, mujer de lágrima viva, hizo un pozo en el que mojaste tu vestido
como un sudario y, desnuda, sin que nadie te viera, te metiste en el sepulcro en el
que horas después lo depositarían a él: esquelético, ensangrentado, muertísimo.
Con tu espalda pegada a la fría piedra, tu cuerpo pálido, de moribunda, lo viste
levantarse y sonreíste. Llevaba al cuello la piedra gris: fuerza, sangre, savia. La luz
que entró en el sepulcro cuando él movió la piedra te permitió verlo por última
vez: hermoso, divino, sobrenaturalmente amado. Él te miró, estás casi segura y
con tu último aliento –te morías- lo llamaste. La palabra amor se colgó del techo
como una estalactita. Pero él siguió caminando al encuentro de sus fanáticos que
gritaban, se tiraban a la arena de rodillas, se cubrían los rostros con las manos.
Y no volvió la vista atrás.
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