Fragmento de Los hermanos Cuervo
La luz de la luna, que se colaba por los vidrios del invernadero, me permitió ver
las caras de satisfacción, nunca de alegría, de los Cuervo, que miraban extasiados
varias hojas circulares de un metro de diámetro y algunos tallos largos que se
alcanzaban a ver sumergidos en el agua. En el centro del estanque había una
planta mucho más grande que todas las otras. Nos sentamos en una esquina, sobre
un plástico que los hermanos extendieron con cuidado y unos cojines inflables
como los que lleva la gente al estadio. «Ahora solo tenemos que esperar», dijeron.
No sé cómo soporté todo ese tiempo sin hablar. La espera incluía un voto de
silencio. Gracias a Dios tenía mi walkman y varios casetes. Me puse a oír Deep
Purple hasta que me dormí con la cabeza entre las piernas. Mi sueño siempre ha
sido muy pesado. Julia dice que no hay poder humano que me despierte, pero esta
vez abrí los ojos a tiempo para verlo todo, para observar cómo se abría la flor que
nos había llevado hasta ese pedazo de trópico simulado por los hombres en mitad
de los Andes.
Creí que los Cuervo se estaban burlando de mí cuando me contaron la razón
para colarse en el Jardín Botánico: «Queremos estar presentes durante el momento
exacto de la noche en el que se abre la flor de la Victoria regia». Al entender que
hablaban en serio pensé que toda la invitación era un poco rara. Ir solos, los tres,
a ver una flor de noche.
Esperé un par de días para darles mi respuesta hasta que en un descanso
le pregunté a la profesora de Biología si sabía algo de la tal Victoria regia. Me
dijo que se trataba de una planta amazónica muy exótica, que su flor se abría
únicamente cuando no había sol y que olía a durazno. «En su hábitat natural se le
puede ver desde las seis de la tarde, pero en ambientes artificiales solo es posible
de madrugada.»
Tenía que comprobar semejante cosa, así que llamé a los Cuervo esa misma
tarde y les confirmé que iría con ellos.
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