©Camilo Rozo

 

Fragmento de Los hermanos Cuervo

La luz de la luna, que se colaba por los vidrios del invernadero, me permitió ver las caras de satisfacción, nunca de alegría, de los Cuervo, que miraban extasiados varias hojas circulares de un metro de diámetro y algunos tallos largos que se alcanzaban a ver sumergidos en el agua. En el centro del estanque había una planta mucho más grande que todas las otras. Nos sentamos en una esquina, sobre un plástico que los hermanos extendieron con cuidado y unos cojines inflables como los que lleva la gente al estadio. «Ahora solo tenemos que esperar», dijeron. No sé cómo soporté todo ese tiempo sin hablar. La espera incluía un voto de silencio. Gracias a Dios tenía mi walkman y varios casetes. Me puse a oír Deep Purple hasta que me dormí con la cabeza entre las piernas. Mi sueño siempre ha sido muy pesado. Julia dice que no hay poder humano que me despierte, pero esta vez abrí los ojos a tiempo para verlo todo, para observar cómo se abría la flor que nos había llevado hasta ese pedazo de trópico simulado por los hombres en mitad de los Andes.

   Creí que los Cuervo se estaban burlando de mí cuando me contaron la razón para colarse en el Jardín Botánico: «Queremos estar presentes durante el momento exacto de la noche en el que se abre la flor de la Victoria regia». Al entender que hablaban en serio pensé que toda la invitación era un poco rara. Ir solos, los tres, a ver una flor de noche.

   Esperé un par de días para darles mi respuesta hasta que en un descanso le pregunté a la profesora de Biología si sabía algo de la tal Victoria regia. Me dijo que se trataba de una planta amazónica muy exótica, que su flor se abría únicamente cuando no había sol y que olía a durazno. «En su hábitat natural se le puede ver desde las seis de la tarde, pero en ambientes artificiales solo es posible de madrugada.»

   Tenía que comprobar semejante cosa, así que llamé a los Cuervo esa misma tarde y les confirmé que iría con ellos.

 

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