©Eduardo Sterzi

 

Fragmento de En la escalera eléctrica

El hecho se dio en la escalera eléctrica de una de las tres estaciones del metro con acceso al ferrocarril. La pareja suiza de mediana edad, que pasaba por primera vez el verano en el bel paese, acababa de visitar la tumba de Shelley. Ella —de bermudas rosadas y visera anaranjada de plástico, canosa, un metro y setenta y cuatro y bastante fornida— salió primero. Él —de bermudas floridas hasta la rodilla y gorra oscura de Nike, calvo, un metro y ochenta y dos, jubilado y no tan fornido— se retrasó un poco porque había visto, en el puesto de revistas próximo a la escalera eléctrica, un calendario con fotos del antiguo dictador local en medio de todas aquellas mujeres desnudas.

   Distraído, especulando si el dictador estaría desnudo o vestido (y, si desnudo, quién compraría tal mercancía), no vio ni oyó el momento en que su esposa comenzó a ser tragada por la escalera eléctrica.

   Los empleados de aquella estación habían desmontado, hacía poco, la escalera para su mantenimiento y vuelto a montarla, pero no habían atornillado bien uno de los escalones. Cuando la suiza fornida pisó en la escalera, el peldaño cedió y sus piernas se hundieron. Su cuerpo fue paulatinamente mascado por los engranajes.

   El marido no supo siquiera informar si fue el irritante ruido de los huesos al ser quebrados o los gritos aterrorizados de los peatones lo que lo despertó de su ensimismamiento. Cuando se dio cuenta de que perdía a la mujer, restaba de ella, completo, solo un brazo —y la mano correspondiente que, con los dedos abiertos, temblequeaba en el aire. Ante la duda de si aquello era una última seña, un pedido de auxilio o un espasmo de dolor, el marido, optimista, le respondió las señas.

 

Derechos Reservados © Feria Internacional del Libro de Guadalajara│Créditos