Fragmento de
El libro flotante de Caytran Dölphin
Nadie lanza nunca un libro al agua. Se lo echa al fuego, se lo aprisiona en una caja,
se lo entierra de pie en una biblioteca. Pero nadie lanza jamás un libro al agua.
Nadie. Nunca. Jamás.
Ella mira desde la orilla del lago. Mira y parece decir: nadie lanza nunca un
libro al agua. Sólo que ella, la niña que juega en la orilla del lago con un cubo de
plástico rojo, no ha pronunciado ni una palabra. Alarga su brazo, señala hacia el
libro flotante, agita la mano y frunce las cejas como si le doliera, avisándome para
que lo rescate. El libro sigue allí, flotando. No contaba con la niña en la orilla. Me
quito los zapatos, subo las bastas de mi pantalón y entro en las aguas como quien
entra tanteando el borde engañoso de un sueño. Rescataré el libro. Precisamente
yo, que lo he lanzado.
La niña ha levantado cuatro torres de arena. Torres imperfectas y torcidas. Al
señalarme el libro flotante, una de las torres se acaba de derrumbar. Ella baja la
mirada, coge el cubo rojo y lo rellena. Compacta la arena, vuelca el cubo, lo golpea
por arriba, lo levanta: revela una áspera y compacta torre de arena gris. La niña,
resignada al resultado de su trabajo, murmura insatisfecha. Sólo entonces retoma
lo que tenía pendiente conmigo. Me mira, extrañándose de que yo, aunque haya
entrado al lago, no haga mi parte del trabajo. Vuelve a señalar hacia el libro.
Nunca me he bañado en las aguas del lago Albano. Lo he visto siempre de
lejos, desde lo alto de la carretera que viene de Roma, de paso entre Frascati,
Ariccia, Castelgandolfo y el resto de pueblos adosados a la zona de los Castelli
Romani. Siempre he desconfiado de sus aguas calmas.
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