Fragmento de Leñador
Combatí en una guerra, hace décadas en un archipiélago, y combatí en el
cuadrilátero, hace años en las noches de la ciudad. Fracasé en las islas y en el
ring. Me fui del país, buscando alejarme de todo, de la oscuridad, del pasado, de la
claustrofobia, necesitaba respirar. Veía cosas que me hacían mal, escuchaba voces,
me estaba perdiendo, extraviando en mi cabeza.
Huí hasta llegar a los bosques de Yukón. Me recibieron en un campamento de
leñadores. Hombres grandes, barbudos, cuya lengua tosca gravitaba entre el inglés
y el francés. Usaban herramientas tradicionales para talar pinos. Eran hombres
rudos.
Los leñadores me otorgaron un hacha, filo de acero. El cabo era de olmo liso, la
madera oscurecida por años de uso. Pesaba más de lo que aparentaba.
Aprendí cosas.
Después de derribar un árbol, ellos se inclinan sobre el tocón y leen los aros
concéntricos. Es la literatura del leñador. Leen los siglos, leen el pasado, el clima, el
fuego, la sequía, los diluvios, el hielo, la ceniza y la peste. Lo leen todo hasta llegar
al último aro, ahí se ven inscritos, hacha en mano. Ahí leen la muerte.
A veces dibujo números en la tierra. Aquí no se habla mucho de números, pero
están presentes, desde la estatura de un pino, el ángulo de caída, las proporciones al
seccionar un tronco, el arco que se traza al hachar, los patrones dendrocronológicos,
la brevedad de la noche en el verano y la perpetuidad de ésta en el invierno,
los espirales presentes en la flores silvestres, hasta el ritmo del viento. No hago
matemáticas, simplemente anoto dígitos y me quedo observándolos, tratando de
vincular mis trazos con lo que me rodea.
Me da la sensación de que el bosque es indiferente ante mis apuntes, no
precisa de validación alguna. Me preguntaron por qué escribía números en
la tierra. No quise responder. Alguien una vez dijo que nos hacemos preguntas
erróneas, preguntas sin respuesta. Que el problema es que la pregunta en sí está
mal formulada, que si no hay respuesta es porque no existe la pregunta.
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