©Efrén Hernández

 

Fragmento de Una historia mexicana

A mi amigo Lencho Mejía lo han asesinado treinta y siete veces en Los Ángeles, cinco en Tijuana y una vez en una coproducción rumano-argentina, filmada en Honduras, que estuvo muy cerca de concursar para el Oscar a mejor película extranjera. Pero sólo en dos ocasiones ha tenido la oportunidad de decir un breve parlamento antes de caer definitivamente al suelo. «Chinga tu madre». Ambas veces. Tuvo que exclamarlo rápido y en voz baja, pero le puso mucho sentimiento. Todo el Stanislavski que ha estudiado cabe en esas tres palabras. Eso es lo que Lencho siempre dice cuando, a la altura del quinto tequila, en su casa, va y busca los videos y nos obliga a ver, una tras otra, todas sus muertes.

Mi relación con Hilda empezó una de esas noches. También yo había bebido varios tequilas. Estaba sentado en el brazo del pequeño sofá. Ella se encontraba a mi lado. Lencho ocupaba el otro puesto, suspendiendo su cuerpo hacia adelante, en un extraño equilibrio, inclinado como un insecto hacia la pantalla del televisor. Hilda rozó con su mano mi rodilla izquierda.

–Aquí me jodió el pinche editor. No sé por qué no usó la otra toma, donde se me veía de frente y la caída fue más cabrona. Incluso escupí sobre la tierra. Era mi mejor ángulo.

Hilda volvió a pasar su mano sobre mi rodilla. No podía ser azaroso. En las distancias cortas, no existen las casualidades. La miré de reojo, pero ella parecía estar ausente, permanecía autista, viendo la pantalla. Casi parecía que nunca antes hubiera visto esas imágenes. Sus dedos, sin embargo, quedaron flotando muy cerca de mi pierna, como en un descuido, como si no buscaran nada. Traté de aparentar naturalidad, cambié de posición pero dejé mi pierna pegada a su mano. Me dio un pequeño pellizco. Sentí el calor de sus dedos, apretándome, llamándome desde el otro lado de la tela del pantalón ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué me tocaba así mientras su esposo se moría repetidamente en el televisor?

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