©Ricardo Ceppi

 

Fragmento de Uno

Desde que pasó lo que me pasó tuve problemas con cualquier distancia. Ahora que estamos en una habitación chiquita, de mala muerte, es un esfuerzo para mí ir hasta la ventana a cerrar los postigos. Tengo que andar tres metros y sin embargo me cuesta. Doy un paso firme con la pierna derecha y enseguida arrastro la rigidez de la izquierda. Me afirmo y salto el siguiente paso. Y si digo salto, usted se habrá dado cuenta de que no es una forma de expresión, sino el término exacto para describir la acción. Me desplazo como los gorriones; la diferencia es que mis movimientos siempre conservan un punto de apoyo, nunca estoy del todo en el aire.

   Estoy de acuerdo con la idea que, intuyo, su cabeza está madurando: me muevo con una danza espástica. Parezco un muñeco con la cuerda rota, una máquina fuera de eje, un desecho. De todas maneras, me muevo, quizás demasiado para mis expectativas.

   El cielo está completamente oscuro. Llego a ver una fila de álamos a través de la lluvia. Las ramas se abren y se cierran como si quisieran pulsear con la tormenta.

   Ahora, mi amigo, todo es distinto en la calle. Hay un vapor que no se mueve al ras del suelo; es un humo azulado. Las chapas del aserradero, la pared de ladrillo del local de Chaine, un tambor de doscientos litros que la gente usa para hacer fuego y hasta el lomo de un perro overo son del agua. Las cosas están enfundadas en una convicción… ¿Cómo decirlo? En una enérgica convicción.

   Lo raro es que es bien de día pero parece de noche. No tanto por la luz, que es un resplandor nervioso que se escapa, sino por la tensión de algo, un misterio, que parece que se está por revelar. Si se asoma a la ventana se va a dar cuenta de lo que le digo. Hay una violencia que solamente interrumpen los álamos, en el fondo, con esa forma que tienen, tan compacta, de ser árboles.

 

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