Fragmento de Alivio de luto

Y entonces hablaron ellos
y fue el luto y la penumbra.
Mucho después, cuando callaron,
llegó la luna de febrero y el alivio

                                                         I

Cuando el guerrero Milo Striga iba por el quinto año de prisión por haber conspirado contra los militares del golpe, hacía ya un buen tiempo que su mujer había conocido el amor y se había marchado con un próspero vendedor de libros agropecuarios, un hombre encantador a quien había conocido caminando por los campos de cebada, en las afueras de Mosquitos.

   Se sabía que en apenas un fin de semana de aquellos tiempos eternos, el desconocido había logrado conquistarla hablándole largamente de la vida fascinante de las lombrices californianas, lo que habría bastado para convencerla de que en el mundo aún existen insospechados atractivos, sitios excitantes y aislados de aquella lucha extenuante contra el imperialismo, que tanta infelicidad le había costado a ella en sus años junto a Milo Striga. Luego se fueron a vivir a San Antonio, Texas.

   Pero antes de abandonar Mosquitos con su valija de cartón marrón y su boquita palpitante como un as de corazones, la mujer dejó a su hija Mercedita en casa de la abuela Juliana, la madre de Milo, confiando en que la anciana haría de la pequeña una mujer libre, una leona capaz de agacharse por sí sola para protegerse de los golpes ineludibles, tal como hubiera deseado su padre de haber estado a su lado para decírselo.

   Si bien comprendió su intención, la abuela Juliana se negó terminantemente a participar de la idea de que la pequeña Mercedita fuera, al fin de cuentas, una más de las consecuencias trágicas de la sucesión de hechos vinculados con la vergonzosa historia del país y aun, si se hilaba más fino, con los desmanes de un imperio moribundo.

 

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