FRAGMENTO DE TIERRA DE CASAS VACÍAS
Aureliano quería fumar. Los ojos y la boca secos, el malestar que crecía. No fumaba hacía mucho tiempo. Encender un mísero cigarrillo quizás no sería a esa altura algo tan horrendo, un crimen o algo así. Cuatro o cinco largas pitadas que le hicieran cerrar los ojos y olvidarse de todo el resto por algunos segundos. Se sentía una basura y el sueño tampoco estaba colaborando. El mundo entero con todas las cosas dentro parecían veinte veces más pesados, incluyendo el aire frío y seco que respiraba desacompasadamente, como un asmático. El cigarrillo encendido que pendía de los labios lo mantenía despierto, atento a lo que fuera, en este trabajo uno nunca sabe con qué se va a encontrar, es imposible saberlo, preverlo, todo puede salir mal en cualquier momento, basta un segundo de distracción y adiós.
Sin embargo, él no se movió.
Las personas y las cosas afuera y lo que él mismo estaba a punto de hacer, todo le parecía de una irrealidad siniestra. Era una sensación familiar para nada agradable y que lo hizo encarar la guantera de nuevo: bastará abrirla y alcanzar el paquete de Calvert que sabía que estaba ahí, pero.
No, mierda. No.
Al mirar a Isaías, notó que el compañero seguía sosteniendo el volante con las dos manos, como si estuviera indeciso entre quedarse o irse (y existiera la opción de irse). Isaías miraba el movimiento que surgía frente a ellos como dudando también que fuera palpable. Era eso, entonces. Ellos se hacían compañía en el limbo, en aquel extraño estado de suspensión en el que se habían metido, en un acuerdo silencioso de que lo mejor, por el momento, era permanecer allí, quietos, concentrados como dos nadadores antes de una final olímpica, antes del zambullón luego del cual nada sería como antes, ganaran o perdieran.
Un cigarrillo, entonces, sería perfecto. ¿No?
Tal vez fuera el caso de fumar antes de abrir sus respectivas puertas, antes de salir del automóvil y permitir que la irrealidad los invadiera y contaminara, en este trabajo nunca se sabe, no hay garantías, no hay red de protección, uno flota en el vacío y reza para no ser aplastado, pero.
No se movió.
Aureliano no extendió la mano, no abrió la guantera, no alcanzó el maldito paquete de cigarrillos.
No se movió.
Isaías había estacionado a pocos metros del portón de la casa en la QE26 de Guará II, al final de la calle, y la calle no tenía salida. Había otros dos patrulleros parados por allí, más cercanos a la casa, incluso había vecinos curiosos, perros y hasta niños, además de cuatro policías militares somnolientos, una constelación entera de espejismos, de figuras desordenadas que se movían pesadamente, de uniforme o pijama, afuera en la noche, de brazos cruzados o con las manos en los bolsillos, salidas de algún mal sueño.
Eran las dos de la mañana y hacía mucho frío.
(Traducción de Julia Tomasini) |