©Bel Pedrosa

 

FRAGMENTO DE PASAJERO DEL FINAL DEL DÍA

Pero hasta entonces nada de lo que estaba ocurriendo podía considerarse una novedad. Hacía ya varios meses que, todos los viernes a la misma hora, Pedro se dirigía a aquella parada final y ocupaba su lugar en la cola. Ya conocía de vista a varios pasajeros. Sin esfuerzo alguno y sin la menor intención, hasta sabía ciertas cosas de algunos de ellos, y ya contaba con la irritación de uno y la resignación de otro ante la demora del autobús. A veces, sin darse cuenta, se ponía a jugar mentalmente y comprobaba lo previsibles que eran sus reacciones.

   Y al hacerlo se mezclaba con aquella gente, se unía a algunos de ellos y, a través de éstos, se acercaba a todos. Aun así, pese a esta cercanía, estaba bastante claro que no podía ver a las personas de la cola como seres propiamente idénticos a él. El motivo lo ignoraba. Ni tan siquiera se esforzaba en buscarlo, puesto que para él se trataba de un sentimiento demasiado vago, casi en forma de secreto. Pese a ello, Pedro se veía obligado a reconocer que el impulso de partir todos juntos en la misma dirección y el afán de puntualidad, o por lo menos de constancia, no bastaban para fabricar una sangre común.

   Aquellas personas pertenecían, quizá, a una rama apartada de la familia. Más aún: debían de constituir ya una especie nueva y en evolución. Algunos individuos resistieron durante más tiempo; otros flaquearon, se quedaron atrás. Desde donde estaba, aislado por una barrera que no acertaba a ubicar, Pedro empezaba a ver en todos los allí presentes un tipo humano superior. Empezaba a pensar que él mismo, o algo en su sangre, se había quedado atrás, en algún giro equivocado a lo largo de las generaciones. Ya volvía a las andadas. He aquí un buen ejemplo de lo que tantas veces le pasaba a Pedro. Él lo sabía. De ensoñación en ensoñación, de desvío en desvío, sus pensamientos se precipitaban lejos, se desgajaban unos de otros hasta que finalmente, por lo general, acababan desvaneciéndose sin dejar el menor rastro de lo que habían sido, de lo que habían acumulado.

A veces, sin embargo, allí mismo, en la cola del autobús, en medio de aquellas personas, sus ideas perdidas volvían atrás, procedentes de todas las direcciones, convergían súbitamente y Pedro, sorprendido e incluso asustado, se daba de bruces con la pregunta: «¿Por qué me permiten estar aquí? ¿Por qué no me expulsan, teniendo derecho a hacerlo?».

(Traducción de Rita da Costa)

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