Desde que nací, a mediados de los ochenta, viví
en Caguas, Puerto Rico; un pueblo rural con 40
años de insistir en lo citadino. Entonces, un día de
la primera década del siglo XXI, me fui a las más
mínimas provincias estadounidenses. Primero,
al sur. Luego, a la ruralía del medio oeste. Fue en
esos lares que realmente entré en este proceso
definitivo, pero siempre incompleto de hacerme
escritor (que no es sino un interminable acto de
lectura).
Por ahí surgen mis novelas: Palacio, sobre el abandono, la añoranza y un ornitólogo; y Dicen que los dormidos, sobre el crimen, el accidente y la hermandad. Ambas exhiben los rasgos esquizofrénicos de mi vida lectoril: narraciones intermitentemente realistas sobre la cotidianidad, escritas por quien llegó a la literatura por los pasillos oblicuos de la ciencia ficción y fantasía. Tal vez en ello se resuma mi aproximación a la cosa literaria: especular sobre el presente como si no lo fuese. |