©Natalia Margarita Gutiérrez

 

Desde que nací, a mediados de los ochenta, viví en Caguas, Puerto Rico; un pueblo rural con 40 años de insistir en lo citadino. Entonces, un día de la primera década del siglo XXI, me fui a las más mínimas provincias estadounidenses. Primero, al sur. Luego, a la ruralía del medio oeste. Fue en esos lares que realmente entré en este proceso definitivo, pero siempre incompleto de hacerme escritor (que no es sino un interminable acto de lectura).

   Por  ahí  surgen  mis  novelas:  Palacio,  sobre el  abandono,  la  añoranza  y  un  ornitólogo;  y Dicen que los dormidos, sobre el crimen, el accidente   y   la   hermandad.   Ambas   exhiben los rasgos esquizofrénicos de mi vida lectoril: narraciones  intermitentemente  realistas  sobre la cotidianidad, escritas por quien llegó a la literatura por los pasillos oblicuos de la ciencia ficción y fantasía. Tal vez en ello se resuma mi aproximación a la cosa literaria: especular sobre el presente como si no lo fuese.

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