FRAGMENTO DE DICEN QUE LOS DORMIDOS
Un viernes de septiembre sales del apartamento en Villa Blanca, en chancletas y en una de tus mil polos negras, para buscar a Laurita en su trabajo, y me dejas frente al televisor, con la esperanza de que cuando regreses ya haya vencido a uno de los dieciséis bosses del juego de playstation que compraste días antes. Vas en el Lancer .8 que adquiriste en tu segunda semana de trabajo. En algún momento entre tu salida del expreso y tu entrada en la Piñero, te detiene un semáforo en rojo. Eres el primero en llegar. Estás en el carril del medio. En cuestión de segundos, dos carros ocupan los espacios vacíos. Uno es un Honda Civic, como el que viste en el dealer. El otro, un Volvo tinto como el de papi cuando éramos chiquitos. Parpadeas y tienes cientos detrás. Odias esa avenida. Subes la música del radio y miras la hora. Por el tapón, vas cinco minutos tarde. Laurita ya estará frente a la tienda esperando, molesta. Ya antes te dijo que a la hora del cierre, a la jefa le gusta salir corriendo.
En Villa Blanca, descubro que debo hacer que el muñeco del videojuego escale una de las piernas del coloso, para darle en el punto débil y vencerlo. Justo cuando cambia la luz, en el carro que tienes a la izquierda se bajan las ventanas de al frente y atrás y se asoma un par de manos. Las ignoras, aunque te parece raro. Cuando colocas el pie en el acelerador, te das cuenta que no están vacías. Una persona a veinte carros de distancia escucha la balacera que estalla como si de año nuevo se tratase y por un momento se dice que quizás fue una ristra de petardos. El Civic desaparece, y aunque tienes dos rotos en tu costado, tres en tu brazo y uno que cruzó tu oreja izquierda y te dio en la cabeza, tu pie pisa el acelerador y emprendes contra el Volvo, quebrándole la pierna a la señora mayor que lo conduce. Detienes el tráfico por el resto de la tarde. |