©Olga Vázquez

 

FRAGMENTO DE “LA MÍA ERA UNA PUERTA FÁCIL DE ABRIR”

La mía era una puerta fácil de abrir. Ni siquiera se hacía necesario girar el picaporte. Así hubiera sido cerrada con llave, bastaba con un empujoncito para tener el interior a disposición.

   Cambiar la cerradura —estaba yo advertido desde el inicio— no tenía sentido: el conserje la había reemplazado no sé cuántas veces ya sin conseguir hacerla trancar del todo. Pude, pues, haber pasado de ese apartamento y tomado el de la derecha — que era el que anunciaban en la cartelera de la lavandería—, pero me decidí por él debido a que la renta era bajísima y la vista espléndida (si a uno le gustan los atardeceres por en medio de los edificios). Además, la condición de la puerta me favorecía: soy de los que olvidan siempre las llaves dentro y detestan tener que llamar al encargado cada que eso ocurre para que resuelva el problema. Me pareció conveniente porque me facilitaba la entrada cuando regresaba de la calle triste de las manos o cargado con las bolsas de las compras.

   No vi razón de peso para rechazarlo porque, aunque el elevador no se detenía en ese piso, el agua caliente y la calefacción funcionaban de maravilla. Era agradable, iluminado como pocos y amplio. El único inconveniente era que, dadas las facilidades para entrar, la gente pasaba adelante sin invitación: hombres y mujeres de diferentes edades irrumpían mañana y tarde usando la falta de baños públicos en esta zona como excusa y luego se quedaban para descansar un rato, pasar el tiempo o esperar a alguien con quien habían acordado verse ahí.

   Como recién me había mudado a esta urbe y aún no había adoptado la costumbre local de estar solo, agradecí las visitas y hasta lamenté que ni una se quedara a pasar la noche conmigo. Me parecían todas muy simpáticas porque se trataba de gente educada que se cubría la boca al estornudar, respetaba mis silencios y jamás desordenaba o ensuciaba la alfombra. Saludaban siempre, conversaban solo si yo lo deseaba y nunca me interrumpían con preguntas ni respiraciones cerca del cuello mientras me estaba afeitando.

   Las visitas eran más bien cortas y en horarios de supermercado. Si alguna llegaba después de la medianoche, era de manera sigilosa, sin perturbarme y avisando siempre al desconfiado conserje, que apuntaba nombres y horas de entrada y salida por si llegaba a faltarme alguna de mis pertenencias y bosquejaba en un cuadernito sus rostros y apariencias por si llegaba a haber necesidad de que la policía interviniera.

   Nunca la hubo. Fuera de llevarse algo, los visitantes dejaban una suerte de objetos que me resultaban agradables […]

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