©Julia Toro

 

FRAGMENTO DE “PÁJAROS DE ACERO”

Bumbumbum, igual que en las películas.
      Pájaros de acero lanzando su carga de pólvora sobre el barrio.
      Chile kaput.
      Esta es mi primera imagen mental: aviones sobrevolando el barrio y mis padres con sus brazos flectados sobre la cabeza. Tengo casi tres años, ellos no han ido a trabajar y se ven inquietos; temprano en la mañana irrumpen estridentes sonidos aéreos. No vivo cerca de La Moneda, vivo a unas cuadras de Tomás Moro, donde queda la casa de Salvador Allende. En el cielo hay cinco siluetas grises de aviones y un helicóptero que se proyectan como una bandada de pájaros. Mis padres están
desconcertados, lo sé porque tienen los ojos muy abiertos. Intuyo, por la automática reacción corporal, que conocen ese gesto de resguardarse de lo inefable. No comprendo el peso de los acontecimientos, pero sí percibo la urgencia en las salidas intempestivas, las llamadas telefónicas con voz cortante. El primer recuerdo es una forma de asirse al mundo. Mi padre dice que el suyo es un campo de maíz sin recoger, mientras sonaban las sirenas. Mi madre nombra un camino silueteado por líneas de ciruelas podridas que mira desde la ventana del auto en reversa.
      Bum bumbum.

   La bandada de aviones pájaros exhibe su fuselaje negro y plumas perfiladas con ribetes metálicos. Un ave con plumas manchadas de petróleo. Me siento en una lección de ornitología, observar y contar los pájaros uno a uno, una parvada encadenada por hilos de fierro que emprende y no emprende el vuelo. El zumbido de los aviones de guerra, el rotor de las aspas de los helicópteros, los vuelos casi a ras de tierra, los cascotes, el manto de polvo, las chispas de fuego y el campo de astillas. El silbido del rocket en su trayectoria diagonal desde el cielo hacia la casa Tomás Moro.
      Fiiiiuuuu, crash, crash.

*

Después de la imagen de los aviones tengo retazos de ese tiempo sin jardín infantil: las salidas y entradas de mis primas mayores en busca de víveres, el rostro preocupado de mi abuelo hundido en el sofá, mi abuela cocinando sin pausa y guardando comida en el refrigerador. En las noches todos reunidos en el sofá del salón sintonizábamos la radio con perillas hasta tomar la onda del dial que se distorsiona por el vuelo rasante de los helicópteros, y de pronto Escucha Chile, el programa emitido desde la Unión Soviética, se hacía espacio en la sala. ¿Cuántos pájaros emprenden el vuelo a Moscú? Un examen de observación, de plumas, buches, ojos alineados. A continuación debería recordar algo que no registro: mis padres viajan a Estados Unidos por dos meses y medio buscando una forma de emigrar. Me quedo con mis abuelos. Ningún intento prospera y regresan al país. Mi madre me ha relatado esos cuarenta días y cuarenta noches a modo de maldición bíblica. Imagino o sueño, ya no sé, con mis padres como dos aves serpenteando el cielo.
    No es amargura, es decepción.

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