©Bel Pedrosa

 

FRAGMENTO DE DÍAS PERFECTOS

El mundo estaba lleno de idiotas. Solo había que mirar alrededor: el idiota de la bata blanca, el idiota de la carpeta sujetapapeles, la idiota de la voz aguda que ahora hablaba de Gertrudes como si la conociese tanto como él.

   —La cápsula articular fue abierta, alzándose la capa fibrosa externa hasta la visualización de las extremidades distal y proximal de los huesos fémur y tibia.

   Téo quiso reírse de la chica. Reírse no, carcajearse. Y si Gertrudes pudiera oír aquellas tonterías sobre ella, también soltaría una carcajada. Juntos, degustarían vinos caros, conversarían sobre temas amenos, verían películas para después discutir sobre la fotografía, el escenario y los actores como críticos de cine. Gertrudes le enseñaría a vivir.

   Era irritante el desprecio con que la trataban los otros alumnos. Cierto día, en ausencia del profesor, aquella chica —la misma que ahora malgastaba su estridencia con rebuscados términos médicos — se había sacado del bolsillo un esmalte rojo y, entre risitas, le había pintado las uñas al cadáver. Los compañeros se amontonaron a su alrededor enseguida; se estaban divirtiendo.

   Téo no era propenso a la venganza, pero tuvo ganas de escarmentar a la chica. Podría conseguir un castigo institucional, burocrático e ineficaz. Podría hacerla disfrutar de un baño en formol; ver en los ojos de esa maldita el desespero al notar cómo se le resecaba la piel.
Pero lo que en realidad quería era matarla. Y, entonces, pintarle los pálidos deditos con esmalte rojo. Como es natural, no haría nada parecido. No era un asesino. No era un monstruo. De niño pasaba las noches sin dormir, las manos trémulas delante de los ojos, intentando descifrar sus propios pensamientos. Se sentía un monstruo. No le gustaba nadie, no concitaba ningún afecto por el que pudiera llegar a extrañar a alguien: simplemente vivía. Las personas aparecían y le obligaban a vivir con ellas. Peor: le forzaban a que le agradaran, a mostrar aprecio. No importaba su indiferencia
siempre y cuando la escenificación pareciese verosímil, lo que hacía todo más fácil.

   Sonó el timbre, y el grupo quedó liberado. Era la última clase del curso. Téo salió sin despedirse de nadie. El edificio grisáceo quedaba ya atrás cuando, al mirar por encima del hombre, cayó en la cuenta de que no volvería a ver a Gertrudes. Enterrarían a su amiga junto a otros cuerpos, arrojada a una fosa común. Nunca volverían a compartir aquellos momentos.

   Estaba solo, otra vez.

(Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl)

Derechos Reservados © Feria Internacional del Libro de Guadalajara│Créditos