FRAGMENTO DE “CONFIRMACIÓN”
Nat fue el que se me acercó cuando supervisaba la tala y desbroce del terreno para el nuevo campamento. Tenía a veinte hombres bajo mi mando y se decía por ahí que era el mejor capataz de las cuadrillas. El que, al fin del día, había cubierto la mayor cantidad de terreno. Nat era un chico observador, vio cómo trabajaba a los campesinos traídos de la sierra por helicóptero. Admiró lo que pensó era nuestro espíritu de cuerpo, le gustó la manera en que yo mantenía el control. Estuvo cinco días dando vueltas por los corredores del campamento hasta que el domingo ingresó con la excusa de esparcir la palabra del Señor antes de acercarse a mí. Traía una Biblia en español cuando debía traerla en quichua, aunque, en realidad, hubiera dado igual, él sólo hablaba inglés. Al final, acabamos tomando cervezas. Bebió demasiadas. Me contó que su esposa estaba embarazada y que quería un poco de acción y que tenía una idea pero que necesitaba a alguien como yo para llevarla a cabo.
Me aburría, mirar la selva sólo lleva a la locura o a reflexionar sobre el sentido de la vida, y la metafísica es una rama que, a mi entender, sólo encaja bien en el culo de un elefante; fue la única razón por la que lo escuché.
― ¿Sabes por qué me obedecen? —le dije mientras armaba un cigarrillo.
―No —respondió al tiempo que dejaba la botella sobre el tablero de la mesa para prestarme atención.
―Porque el primer día que salimos a la trocha y que alguien paró, le metí un tiro en el estómago y lo dejé desangrarse el resto del día mientras los otros trabajaban —pasé mi lengua por el papel y terminé de enrollarlo.
El chico se rió nervioso a mi lado y yo no agregué una sola palabra a lo ya dicho.
―No hiciste eso —me dijo luego de un momento.
Fumé mi cigarrillo mientras veía cómo sopesaba sus opciones.
―No lo pudiste hacer, porque estarías en la cárcel y no hablando conmigo —dijo, intentando que su voz se mantuviera de este lado de la liviandad.
― ¿Qué alguacil me iba a detener? —comenzaba a disfrutarlo.
―Te hubieran denunciado —insistió.
― ¿Quién? —abrí otra botella—. ¿A quiénes?
Comenzó a moverse incómodo en el asiento, seguía calculando. Parecía caer en cuenta, por primera vez, de dónde se estaba metiendo. Saboreé la turbulencia que atravesó su mirada. El muchacho se echó para atrás y no volvió a abrir la boca, me paré y dejé que pagara la cuenta. No me despedí. Una semana después, estaba de vuelta, proponiéndome un negocio. Cuando terminó de explicármelo, le pregunté qué ganaría si aceptaba. |