©Renato Parada

 

FRAGMENTO DE “SHAKESPEARE EN LAS DUNAS”

En el penúltimo atardecer de las vacaciones subimos a la casa con el corazón en la boca: el mundo conspiraba contra el amor prohibido, Romeo había sido obligado a huir a Mantua, Julieta estaba prometida a Paris, ¡pero el plan de fray Lorenzo era excelente! Le daría a la muchacha un falso veneno que la haría parecer muerta. Romeo la encontraría en el mausoleo de los Capuleto en el cementerio, la despertaría de un sueño profundo, huirían lejos de Verona y serían felices para siempre. ¿No era así, a fin de cuentas, como terminaban todas las historias?

   Es lo que se preguntaban mi padrastro y mi madre, una y otra vez, aquella insomne noche de verano. ¿Cómo salir del embrollo en que se habían metido? ¿Deberían de profanar a Shakespeare censurando el final, haciendo que, tal vez, la carta de Julieta le llegara a Romeo por paloma mensajera en vez de ir en el bolso de un emisario? ¿Cometerían un asqueroso anacronismo poniendo al lado de la sepultura un providencial teléfono público, cuyo timbre, justo en el momento que Romeo levantaba la daga cambiaría, deus ex machina, el rumbo de la historia? ¿O lo correcto sería seguir fieles a la trama: Shakespeare es Shakespeare, el arte está por encima de todo, no se puede esconder la verdad a los niños y, a fin de cuentas, no saldrían fortalecidos por la experiencia?

   Recuerden, era el comienzo de los años 80. Mayo del 68 estaba más cerca de nosotros que la ley que obligaba a instalar sillitas para bebé en el asiento posterior de los automóviles; la discusión, por tanto, sobre qué sería más dañino para los niños —si la violencia de la historia o la mentira— se adentró en la noche, amparándose en Harold Bloom y Paulo Freire, Bakhtin y Piaget, Nietzsche, Freud y sabe Dios quién más. Ya comenzaba a amanecer cuando llegaron a una conclusión.

   Por última vez tomamos café bajo el almendro, bajamos el sendero hasta la playa, cruzamos las dunas, armamos los parasoles. Ya hacia las tres, como de costumbre, nos sentamos alrededor de los dos, listos a escuchar el esperado final de Romeo y Julieta.

   No me acuerdo quíén lo contó, si mi mamá o mi padrastro. Lo que recuerdo es un frío polar en el estómago, un destello en el cielo. Mi hermana menor preguntaba, lívida y aún sin creer, “mamá, mamá, ¿qué es una daga?”, mi media hermana caminaba sin rumbo, “¡noooo! ¡Romeo! ¡Noooo!
¡Julieta!”, los adultos detrás, atarantados como vaqueros ante una estampida de ganado, “pero miren, ¡las familias hicieron las paces!”, “oigan, ¡es solo una historia, es de mentiritas! ¿Alguien quiere una paleta ahí?” “¡Muertos! ¡Muertos!”, gritábamos, rodando por las dunas, la arena pegada a la cara, cual pequeñas y trágicas croquetas amasadas en llanto por la pareja de Verona, que moría junto al último sol de aquel verano.

 

(Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl)

Derechos Reservados © Feria Internacional del Libro de Guadalajara│Créditos