A los once años mi padre me obsequió dos libros
muy distintos entre sí, La Biblia y El retorno de los
brujos. “Solo lee”, sugirió. Lo desobedecí, releí. A
los quince años, estimo, acabé mi primera lectura
de La Biblia. A esa edad, ya había leído (estaba
intercalado entre los capítulos de El retorno
de los brujos) El Aleph, de Borges. Durante ese
periodo dibujaba. Dibujaba las letras, y descubrí
que lo primero que aprendemos es a dibujarlas.
Armé una revista mensual de deportes y cultura.
Copié por doquier cual obseso.
Siempre oí con atención los cuentos de la gente. Sus murmullos. Quería traducirlos al papel. Luego sucedió lo mismo con los libros que leía. A mitad del Quijote imaginé a un Sancho asesino que guiaba a su señor al paredón. Es entonces cuando aprendí a leer con lentitud, a imaginar el porvenir de los personajes, darles “mis propios destinos”.
Me negué a los títulos académicos, aunque me empeciné por asistir a la universidad a leer en sus jardines. De súbito se hicieron los libros, con el saber que alguien dejará, cual criminal que se inculpa y no sabe evitarlo, sus huellas en aquellas páginas. Novela, cuento. Mi primera y tercera colección de relatos publicadas fueron financiadas por mis padres. La segunda, por una novia. El violín de Ingres, La raza extinta, Los días a tu nombre, las novelas.
Es curioso, mientras más he querido plagiar más me ha agradado el rostro del personaje que surgía, algo que nunca antes había visto. |