©Roberto Candia

 

FRAGMENTO DE RACIMO

La historia es así: se perdieron hace unos años, cuatro, cinco, tal vez seis. Salieron de sus casas una mañana rumbo al liceo y no volvieron más.

   Eran niñas, tenían entre nueve y quince años, todas iban a un mismo liceo —el Pedro Prado—, todas llevaban su uniforme, sus jumpers, sus zapatos negros, sus corbatas rojas, sus camisas blancas, sus mochilas llenas de cuadernos. Algunas se conocían entre sí. Las unía el liceo y, en la mayoría de los casos, una población —La Negra— en la que nacieron y crecieron, a un costado de Alto Hospicio, cerca de los cerros, en ese lugar donde solo hay tierra y más allá algunos basurales clandestinos que usa la Municipalidad de Iquique. Tenían tres o cuatro años cuando vieron pavimentar algunas de las calles, y las casas de madera se fueron transformando en casas de adobe. Crecieron en un lugar que apareció, años antes de que nacieran, de un día para otro, a fines de los 80, en medio del desierto.

   Una toma de cientos de personas que no tenían dónde vivir y que de pronto armaban, con más ganas que otra cosa, una ciudad: unos palos de madera y la voluntad de cambiar sus vidas, que no iban hacia ningún lado allá abajo, en Iquique. Las niñas vieron cómo sus padres trabajaban todo el día en lo que fuera para llegar en la noche, solamente, a dormir. No hablaban con ellos, no había tiempo ni ánimo. Eso lo entendieron desde muy chicas. La infancia se acabó muy rápido, pero no alegaron nunca, no correspondía. Luego vino el liceo y se dieron cuenta, muchas de ellas, de que la vida era eso y nada más. Que tal vez estudiando algo las cosas podían cambiar, pero no. Iban porque había que ir. Caminaban hasta la pasarela que cruza la carretera y une las dos partes de Alto Hospicio, y esperaban a que llegara la micro que las dejaba en la puerta del liceo. Aprendieron, con los años, que si se quedaban dormidas y salían atrasadas de sus casas, entonces podían hacer dedo en la carretera o subirse a alguno de los colectivos piratas que las llevaban por cien pesos. Aprendieron, también, más rápido que nadie a des-confiar: de sus compañeros, de sus hermanos, de sus padres, de sus madres, del vecino que las miraba mucho y del hijo del vecino que a veces las invitaba a salir. Por eso nadie entiende nada, por qué un día salieron de sus casas, temprano, y no volvieron más. Nadie las vio. Nadie sabe nada, pero entonces apareció Ximena ahí, cuando veníamos de vuelta, a un lado de la carretera, y empezó esto.

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