©Daniel Lara Cardona

 

FRAGMENTO DE LA RUIDOSA MARCHA DE LOS MUDOS

José María Caballero Llanos no entró en el corazón de neogranadinos ilustres por decir su mente. Tampoco por callársela. Fue más simple: su cara propia, esa que en los buenos casos le leían de saber escuchar. No tenía otra. En lo que era hablar la mandíbula se le había puesto tiesa a los ocho años, después que lo aventó al suelo una burra en uno de los cañones del camino a Choachí. Fuerte agarraba la tormenta de cordillera. Al principio centellas que parecían pintura a distancia en los picos nublados, pero luego pronto el ruido iracundo de rayos malsanos encima de sus cabezas. El animal con susto recibió mal un tirón aquí de la rienda, se encabronó y sacudió hasta las pezuñas. El niño Caballero dio a un charco hondo del que lo sacaron inconsciente y con la quijada rota atrancada en barro. Acompañaba a don Mariano, su padre, que pa ese año de 1773 le había metido ya cuatro viajes corticos en mula, porque ayuda bendita era lo que el muchacho intuía del oficio de marchar mercancías.

   Su primera faena fue campanero. Prenderse a la boquilla del cuerno y sonarlo a soplo grueso cuando sospechara de algo: un ladronzuelo; algún vagabundo desesperado; oficiales de recaudación con malas intenciones. Así mientras su padre se ocupaba de ir entrando en tambos y tabernas, en estancos y recovecos, camino a los alrededores de la capital, a veces ofreciendo al nororiente carga que venía del sur, a veces al cruzado, tres, cuatro, quince días, que lo más era trigo, lana, algodón, lino, cáñamo, añil, textiles de Girón, ruanas de Tunja, maderas de Guaduas y a veces cacao y azúcar, cuando conseguía llegar temprano en el mes a la villa de Honda. Esto y sacos de dos tamaños: los grandes de lona, pa meter aparatejos y libros; y los mirringos de terciopelo pa esconder piedras preciosas, joyas rehechas y alcahueterías raras ordenadas por ibéricos panzones.

   Cinco semanas mantuvo el niño Caballero en cama. Lo limpiaron, le cosieron los rotos y le reacomodaron a sobaje el hueso quebrado de la mandíbula abultada en la parte inferior de la oreja derecha. Ni ahí chistó palabra. Tieso namás igual que carroña a la espera de gusanos. Un médico gachupín, al que el papá le transportaba libros que le enviaban a Cartagena desde La Habana, le trató la hinchazón con potajes y el entumecimiento con rutinas de masajes para carnes y tendones. Aunque el niño parecía muerto funcionaba en sus órganos. Ruido le hacían las entrañas, y era como el hacer mismo de la vida. Pasaba papillas y sopas, hacía del baño y respiraba ligero y lejos con la regularidad de las lluvias de abril. Todo lento entre gasas y ungüentos. Pero vivo.

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