©Mimo Privetera

 

FRAGMENTO DE PARA GUARDARLO EN SECRETO

La historia de este libro se inicia en junio de 1954 en Buenos Aires, República Argentina. Mi padre, cuyo nombre mantendré en reserva, al igual que el mío, fue un destacado científico argentino descendiente de inmigrantes alemanes. Trabajaba en la Escuela Neurobiológica Argentino-Germana. De su seriedad académica nadie dudaba hasta el fatídico invierno del 54, en que cometió la imprudencia de comunicar a sus colegas que había descubierto que los gatos, los gatos comunes, eran teléfonos.

   La vida de nuestra familia, de la noche a la mañana se transformó en el centro de las burlas más despiadadas. No pasó mucho tiempo antes de que la facultad le comunicara oficialmente que prescindiría de sus servicios. La deshonra nos marcó.

   Declarado demente por iniciativa de mi madre y de sus ex colegas, fue internado en el Hospital Psiquiátrico. Papá desapareció de mi vida hasta que un día cualquiera nos informaron que había fallecido.

[…]

Se acercaba la primavera del 2010, y Celia, mi hermana, me invitó a Nueva York, donde residía. Ella formaba parte del selecto grupo de músicos de la filarmónica de esa ciudad. Tocaba el cello. Al igual que yo, permanecía soltera. Mientras ella iba a los ensayos, yo salía a caminar por el parque. Una de esas mañanas, me senté a mirar dos estorninos que se disputaban un insecto, cuando escuché que alguien preguntaba: «¿Te gustan los pájaros?». Miré a mi alrededor mas nadie se encontraba cerca. Supuse que el viento había traído hasta mí el fragmento de un diálogo lejano. Continué observando la escena, cuando me sorprendió escuchar: «Los estorninos son una peste». Nuevamente observé en torno sin encontrar persona alguna. Me preocupé. Alguien intentaba burlarse de mí. Preferí marcharme.

   Al día siguiente volví al mismo lugar. Sobre la gruesa rama de un cerezo negro dormitaba un gato adulto, robusto, fuerte y con el pelaje con manchas oscuras, que rememoraban lejanamente la piel de los tigres de Sumatra. El animal levantó la cabeza. Había detectado mi presencia. Pude imaginar sus músculos tensarse para escapar en caso de que se sintiera amenazado. Fue entonces que cruzamos nuestras miradas y sucedió lo inimaginable: me miraba a mí mismo a través de sus ojos, al igual que en una cámara de video de las que instalan en las tiendas; a la vez que podía ver su vida, como un juego de imágenes perfectamente organizadas, que extraía de su memoria. Me descubrí con la espalda encorvada. No sólo eso, sino que escuché sus reflexiones sobre lo que él miraba, es decir, sobre mí, expresadas mediante un lenguaje extraño y comprensible, sinuoso y transparente, franco y en determinados momentos tan hiriente que sólo el ejercicio de mi voluntad de científico me mantuvo allí.

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