Antes que hablar sobre la escritura, hablaría
sobre la lectura, que es un placer mayor.
Hace más de veinte años decidí que imbricaría
mis actos, mis penurias, mis celebraciones –mi
vida, en fin– con el acto de leer, que a fin de
cuentas es crearse mundos imposibles merced
al prodigio de la palabra escrita.
Leer es convertir esas penurias en episodios de un placer exquisito, es transformar esas celebraciones pequeñas y cotidianas en otras, apoteósicas. Leer, a final de cuentas, no es otra cosa que procurarse mundos ilimitados.
Pero el acto de leer, en ciertas personas predispuestas a una forma especial del drama y a la ensoñación, desemboca en la escritura. Y escribir es un leer al que se le unta una cierta forma de intensidad o de paroxismo febril.
He escrito relatos, artículos de opinión, cartas de amor, novelas (de ellas, se han publicado El diluvio universal, Esqueleto de oruga y Combustión humana espontánea, reseñas, críticas, ensayos y toda suerte de textos que han llegado a publicarse en los entornos más diversos e inimaginables: revistas de música y arquitectura; publicaciones literarias y fotográficas; antologías de relatos costarricenses, centroamericanos y latinoamericanos. Esos productos de la escritura los han traducido al francés, inglés, portugués y alemán.
Quisiera seguir hablando sobre lo que he escrito, pero preferiría detenerme acá e irme a leer, que es un acto mayor, un mundo mayor, un placer infinitamente mayor.
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