©Rodrigo Deodoro

 

FRAGMENTO DE EL TURNO DE MORIR

Después de la comida se había acostado en la cama del abuelo, encogida, leyendo un libro y esperando que el remedio contra el cólico hiciera efecto, cuando el viento comenzó a silbar por las rendijas, cencerreando las puertas ajustadas y helando los dedos de los pies. Ella no le dio importancia sino hasta que la primera puerta golpeó; entonces se levantó rápidamente y salió cerrando todo. Por la ventana vio pedazos preocupantes de cielo y corrió hacia el patio: allá, en medio de la sinfonía de ladridos y píos, tuvo que hacer a un lado el pelo que le cubría la cara para ver que dos focos de tempestad —dos nubes negras, una sobre cada cerro— pretendían encontrarse exactamente sobre su cabeza. Ráfagas de viento desencontradas agitaban los árboles ora al este, ora al oeste. Sujetó la puerta del frente con el pomo girado y se quedó mirando al porche, los brazos quietos, dejando que el pelo le fustigara la cara. Del lado del Valle de las Videiras la nube había ocultado la montaña hasta la falda; del otro, el horizonte bramaba rayo tras rayo. De ese lado el cielo estaba verde. Eso no podía ser bueno.

   La tempestad duró más de una hora, durante la cual hubo menos luz —a pesar de ser las cuatro de la tarde hubo un momento que se hizo noche, y las goteras del tejado desforrado resultaron ser tantas que Izabel, quien ya había desistido de recoger el agua en ollas, desistió también de contarlas— y de vez en cuando volvía un ruido horrible que, a pesar del miedo, la hacía correr a la ventana para tratar de ver qué era. Rayos cada vez más intensos, truenos casi simultáneos. A través de la vidriera ella quedaba expuesta al espectáculo en toda su intensidad; no parecía haber espacio entre las gotas de agua y tal vez la lluvia iba a caer en sábanas compactas. La espesa capa de agua que cubría el patio del frente era perforada con tanta fuerza por las gotas que Izabel lograba vislumbrar por un instante el suelo de cemento abajo. La inclinación por la que escurría el agua del patio era ya un río enfangado. La canaleta tapada escupía agua al suelo y por los aleros. Los torrentes y los goteos se aliaban en una estampida que daba la impresión de abarcar todo el espacio sonoro —y que fue desbancada por un estruendo jamás oído. ¿Qué había sido eso? Pareció un trueno, pero era demasiado fuerte, como si viniera de la tierra; temblaba la tierra, no paraba, duraba; quebrando, traqueando, fracturando; hasta, pocos minutos después, parar por fin, pero sin un batacazo final. ¿Qué diablos?

(Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl)

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