Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances
Fernando
del Paso
Discurso
Noviembre del 2007
Los discursos no se dedican. O eso parece. De todos modos, si ésa es la regla, ésta será la excepción: dedico este discurso a dos amigos míos, escritores: uno, el colombiano Antonio Montaña, y el otro el mexicano, o hispanomexicano José de la Colina.
Dicho esto, comienzo: Heteróclito no es el nombre de un filósofo griego. Es un adjetivo que le asestó algún crítico a mi primera novela, José Trigo, y que se aplica a "lo irregular, lo extraño y fuera de orden".
No estoy muy seguro de que ésa mi primera novela haya merecido tal calificativo, pero a cambio no me cabe la menor duda de que le viene como anillo al dedo a este discurso.
Por otra parte, se me ocurre que hay un sustantivo que, si lo empleamos como adjetivo, serviría para calificar a ambos, mi primera novela y este discurso: embutido.
Lo que ustedes están a punto de escuchar, señoras y señores, y de hecho ya llevan treinta segundos escuchando, es un discurso embutido, porque en él me permito hablar de muchas cosas, muy diferentes entre sí, algunas sin la menor ilación aparente.
Lo pedían las circunstancias, y obedecí a las circunstancias. De cualquier manera, díganme ustedes ¿qué discurso que se respete no es circunstancial?
El 8 de enero de 1986 a la una de la mañana estaba yo en París, en Radio Francia Internacional. La nieve cubría la ciudad. Era cerca de la una de la mañana, la hora de recolectar los cables de la United Press, la Associated Press, de la Agencia Latina y la Agencia F, France Press y Reuters para elaborar el primer noticiero de la noche que debería transmitirse por onda corta a todo el continente latinoamericano. Yo era el periodista y locutor en turno de esa noche. Y yo, con esta misma voz con la que hoy hablo, si bien veinte años más joven, anuncié, si no al planeta entero, sí al mundo de habla hispana el fallecimiento, ocurrido unas horas antes, del escritor mexicano Juan Rulfo.
Para la inmensa mayoría de nuestros oyentes, había desaparecido un gran escritor, un notable personaje jalisciense: el autor de dos libros consagrados por la crítica y los lectores: Pedro Páramo y El llano en llamas.
Para mí, había desparecido no sólo el escritor, sino algo mucho más importante, que me caló a fondo: un amigo. Uno de mis mejores amigos. Un amigo al que tenía muchos años de no ver, porque yo vivía en Europa y él en México, y a quien nunca le escribí una carta.
De los diecisiete afortunados que hemos sido distinguidos con este premio de literatura latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, y con la única excepción de Juan José Arreola, yo fui el que mejor conoció a Juan Rulfo, y quien sostuvo con él una amistad más larga y profunda.
Lo conocí cuando el Centro Mexicano de Escritores me otorgó una de las becas que solía dar a escritores que hacíamos nuestros pininos en literatura. Cada día miércoles, los cuatro o cinco becarios del año nos reuníamos en la sede del Centro con Francisco Monterde, Juan José Arreola y Juan Rulfo, para leer nuestra modesta producción y recibir su asesoría y sus consejos.
Después de cada reunión, Juan Rulfo y yo nos íbamos, religiosamente, a platicar al café del Sanatorio Dalinde, contiguo al departamento donde vivía, en la Avenida de los Insurgentes de la Ciudad de México. Allí se nos pasaban las horas: cinco, seis, cada miércoles, en las que tomábamos café por litros, fumábamos como chacuacos y hablábamos de literatura y de mil cosas más. Yo tuve el gran privilegio de que, para mí, Juan Rulfo no fue nunca el personaje tímido, y a veces hosco, que tenía fama de ser. Para mí, Juan fue siempre el amigo abierto, sencillo, cálido, que sabía hablar conmigo de todos los temas, de todas las novelas, de toda la literatura y de la vida entera.
Esa madrugada del 8 de enero, -siete de enero todavía en este lado del mundo-, lloré, sin llorar, a Juan Rulfo, y me arrepentí de no haberle escrito una sola carta en todos los años en los que no nos habíamos visto, aun a sabiendas de que él -que padecía, como yo, de una especie de alergia a la correspondencia- no la hubiera contestado nunca.
En los días siguientes, comencé a preparar un programa de radio que titulé "Carta a Juan Rulfo", en el cual alterné mi voz con la voz de Juan, tomada ésta de un disco de "Voz Viva de México", grabado por la UNAM. En ese programa, yo le contaba todo lo que había pasado en todos esos años, le preguntaba cómo estaban su esposa Clara y sus hijos, y le pedía me disculpara por mi largo silencio.
"Carta para Juan Rulfo", recibió pocos meses más tarde el premio Internacional de Radio España al mejor programa escrito y producido en el mundo de habla hispana. Lo recogí en la ciudad de Cuenca, acompañado por el entonces director del servicio latinoamericano de Radio Francia Internacional, Ramón Chao.
A pesar del silencio, nuestra amistad permaneció incólume y siempre se conservó (diría yo, haciendo uso de un adjetivo lopezvelardiano) en estado diamantino. Dejamos de vernos, pero no de querernos.
Conocía también a Clara, Clarita, por quien sentí un gran afecto. Y sentí por sus hijos la clase de ternura que uno siente por los hijos pequeños de los amigos. Una ternura de la que esos niños no suelen enterarse y que, cuando uno deja de verlos por muchos años, sólo queda de ella un pálido recuerdo.
Como no es un secreto para nadie, cuando en la década de los años 90 dejé París para incorporarme a la Universidad de Guadalajara, como director de la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, yo mismo, en compañía de Juan José Arreola, participé en una campaña de promoción para el recién creado Premio Juan Rulfo. Viajamos a Buenos Aires, a Santiago de Chile, a Bogotá, Madrid y Barcelona. Después de estos viajes, me desvinculé por completo de todo lo que tuviera relación con el Premio, por considerarme, y así se lo dije al entonces rector de la Universidad de Guadalajara, un candidato natural.
Han pasado más de quince años desde entonces, y el premio llegó a su mayoría de edad y se consolidó como uno de los dos más importantes del mundo de habla hispana. El otro es el Premio Cervantes. Aun así, el Premio Rulfo se distingue del Cervantes porque también abarca el portugués, la otra gran lengua de nuestro continente y, eventualmente, otros idiomas que se hablan en El Caribe.
Siempre he estado convencido de que no son los premios los que dan prestigio a los autores, sino los autores los que dan prestigio a los premios. Se ha visto cómo, en los premios longevos, y como reza el dicho, “ni están todos los que son, ni son todos los que están”. Ganar el premio Nobel, por ejemplo, significa incorporarse a un grupo en el que figuran escritores como Zienkiewicz, Pearl S. Buck , Echegaray y Winston Churchill. No ganar el Premio Nobel, significa quedarse en la compañía de Emilio Zolá, Leon Tolstoi, James Joyce, Marcel Proust, Ítalo Calvino y Jorge Luis Borges. Es en este sentido que el Premio Rulfo, no se distingue mucho del Nobel: ha cumplido ya 18 años -la mayoría de edad- y han sido varios los escritores que, a criterio de numerosos críticos y lectores siempre lo han merecido, pero no lo han recibido, y de hecho algunos, ya desaparecidos, nunca lo recibieron. Sucede que -lo he dicho infinidad de veces, lo reitero una vez más-, siempre ha habido más buenos escritores que buenos premios, y al premiar a uno de ellos, los otros se quedan sin premiar.
El premio Nobel, sin embargo, conserva su enorme importancia, su fuerza, su prestigio, gracias a un muy respetable número de grandes escritores que figuran en su lista. Lo mismo sucede, también, con este premio Rulfo.
Hoy, me encantaría escribirle una segunda carta a Juan Rulfo en la cual le diría, más o menos: "Mi querido Juan: ya han pasado otros veinte años sin escribirte, y en consecuencia, yo tengo ahora ya más años de edad de los que tú tenías cuando te fuiste. Podría yo decirte: soy tu mayor, respétame. Pero, si te acuerdas bien, en mi primera carta te dije que no, que no es así y que nunca lo será: tú has sido siempre, y siempre seguirás siendo, mi mayor. Eres, Juan, inalcanzable. Esta vez te escribo no tanto para decirte, Juan, que México, nuestro México, no ha cambiado mucho que digamos desde que nos dejaste: sigue siendo un desastre. En todo caso, es un desastre cada vez mayor. Aun así, lo quiero tanto como tú lo querías, y a fin de cuentas, y lo que sea de cada quien, también el planeta entero es un desastre.
Pero más bien para lo que hoy te escribo en esta segunda carta, Juan, es para decirte dos cosas: una, que yo soy de los que pienso -¡que digo "pienso" estoy convencido!- que tú, más que un hombre de letras, más que un académico, fuiste un iluminado: tu maravillosa intuición valía más, valió más y nos dejó infinitamente más, en sólo dos libros flacos como tú, Juan (como te lo dije en la primera carta) pero inabarcables como tu talento, de lo que suelen dejar algunos escritores que como yo tratamos de sustituir al genio con el volumen y con la erudición. Pero me estoy poniendo demasiado serio. La otra cosa de la que quiero escribirte, y que me tiene contento a rabiar, es que otra vez tu nombre y mi nombre, fíjate nomás, han vuelto a estar juntos, como lo estuvieron antes, varias veces, en que los juntaron nuestra amistad y nuestro amor por la literatura. También en José Trigo, donde te menciono,.¿te acuerdas? como uno de los amigos cuyo nombre no podía faltar en ese libro. Y lo mismo durante todos los seis años en los que fui, en París, miembro del jurado del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo patrocinado por el Centro Cultural de México y Radio Francia Internacional. Hoy, nuestros nombres vuelven a unirse gracias a otro premio, este gran premio del que yo no sé si sea merecedor, pero que acepto en tu nombre y sólo en tu nombre...Y que no venga por allí un abogadillo a decir que no puedo hacerlo, porque ya lo hice, así de sencillo..."
...y después, después, Señoras y Señores, le hablaría a Juan en la carta, de unos que otros asuntillos personales, de los que yo no estoy ahora para contarlos, ni ustedes para escucharlos.
Cuando a principios del pasado mes de septiembre se me anunció que se me había concedido el Premio Juan Rulfo, la alegría que sentí fue doble porque para entonces ya sabía yo que Colombia había sido designada como el país invitado de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en este año del 2007. Colombia es el país de América Latina que más quiero, a excepción, claro, de México, y de Costa Rica, país en donde tengo nexos familiares añejos y profundos: nada menos que a mi hermana, mi única hermana, mi cuñado, mis sobrinos y mis sobrinos nietos.. ¿Y por qué quiero tanto a Colombia? Déjenme decirles que yo gozo un ajiaco, con sus guascas y su buena variedad de papas, tanto o más que un colombiano en el exilio, que lamento el bogotazo y el asesinato de Jorge Eliécer Gaytán tanto como cualquier colombiano que se respete, y que me encantan las traducciones que de Saint - John Perse hizo el poeta colombiano Jorge Zalamea, tanto o más de lo que le gustaron al propio Saint-John Perse. También, por supuesto, y ya no como colombiano imaginario o postizo, sino como mexicano y latinoamericano, me duele la larga, infinita violencia que ha sufrido ese país tan querido.
Le debo a uno de los dedicatorios de este discurso- si se me permite este extravagante neologismo- el nacimiento de ésa mi devoción a Colombia: Antonio Montaña, autor de espléndidas novelas, hombre de teatro, pensador brillante, a quien no le fue posible asistir a esta Feria por cuestiones de salud. Antonio entró en mi vida como el ángel que me inició en los misterios de la literatura, gracias a un relámpago: "El rayo que no cesa" de Miguel Hernández. Los maravillosos sonetos de este gran poeta español, fueron el detonador de toda mi carrera literaria.
Gracias a Antonio Montaña, conocí al segundo dedicatario, José de la Colina y poco después a Álvaro Mutis. Y gracias a Mutis, conocí a Gabriel García Márquez. Montaña y De la Colina figuraron entre mis primeros maestros y compañeros literarios. Ellos me enseñaron a leer. Ellos me abrieron las puertas de la gran literatura que era para mí, entonces, la gran desconocida. Recuerdo ¡cómo podría olvidarlo! que los tres nos reuníamos los sábados por la tarde en mi casa, cada uno armado con una Olivetti portátil, para escribir, si no al alimón, sí al unísono. Fueron los sábados más gloriosos de toda mi vida. Antonio era entonces amigo de Fernando Botero, quien vivió durante un corto tiempo en México. Cuando el hijo mayor de Botero, todavía bebé, ya no cabía en su moisés, Antonio le dijo: dámelo para un amigo que acaba de tener un hijo. Y así fue como mi primer hijo, llamado Fernando, heredó el moisés del primer hijo de Botero, también llamado Fernando. Cuando Montaña regresó a Colombia, nos dejó, como regalo, un cuadro de Botero. No sabía, entonces, que nos estaba regalando una casa.
Como guía literario, y como amigo, Mutis era incomparable. A él le debo también el conocimiento de autores maravillosos que siempre me han acompañado. De alguna manera, Mutis me parece un personaje salido de un libro de Marcel Proust. Un personaje, desde luego, lleno de vida y alegría, a quien la cultura y el buen humor le salen por los poros. El nombre de Mutis figura, junto con el de Montaña y otros tres o cuatro amigos, en la tercera de forros de mi primer libro, en una nota en la cual expreso mi voluntad que los nombres de estas personas aparezcan siempre en él. Su nombre aparece también en una nota final de mi segunda novela Palinuro de México, en la que le doy crédito por haber utilizado, como título de un capítulo, el título de uno de sus más hermosos poemas: "Esta casa de enfermos". Mutis también está presente en las páginas de Linda 67, porque fue él quien me dio a conocer esa formidable colección de novela policiaca El Séptimo Círculo, fundada por Borges y Bioy Casares, y el entusiasmo que me despertaron autores como Patrick Quentin, Leo Perutz, Beverly Nichols, Ciryl Hare o Nicholas Blake, me hicieron prometerme escribir, algún día, una novela policiaca. Álvaro me dijo: “no es posible, porque para ´eso se necesita una vocación especial que tú no tienes". Treinta y cinco años después, respondí al reto. O creí responder. Porque como mis lectores se habrán dado cuenta, Linda 67 no es una novela policiaca: es un "thriller". Álvaro tenía razón.
Álvaro figura también en el prólogo que escribí para el libro de Cocina Mexicana de mi esposa, Socorro, porque él fue uno de los amigos que más influyó en nuestra educación gastronómica.
Álvaro, Álvaro, mi querido Álvaro Mutis, quien, se los aseguro, a pesar de sus proclividades monárquicas es, sin duda, uno de los seres humanos más bellos y generosos que he conocido en toda mi vida.
De Gabo tengo también muy gratos recuerdos. Fuimos buenos amigos antes de que yo partiera para Europa para vivir casi veinticinco años en ése otro lado del mundo sin olvidar a los amigos, pero también sin escribirles una sola carta. Gabo vivió primero en un departamento de la colonia Anzures de la Ciudad de México, en el número 21 de la calle de Renán, motivo por el cual a un querido amigo mutuo el poeta , Raúl Renán, le pusimos como apodo "Renán 21". Luego, se mudó a unas cuantas calles de la casa en que yo vivía, en la colonia Banjidal. Tengo muy presentes esas tardes en que Mercedes, Mercedes La Bella, llegaba a la casa con sus hijos Rodrigo y Gonzalo, quienes solían jugar con mis hijos Fernando y Alejandro, mientras Gabo escribía con furor Cien años de soledad. Y digo "furor" porque no concibo que un libro que tantas maravillas contiene pueda ser otra cosa que el producto de la ira resplandeciente de un demiurgo. Recuerdo la época de la agencia de publicidad de Jimmy Stanton, que no era el gringo feo y muchos menos el viejo o el malo: era el gringo bueno. Gabo escribía unos sketches que eran actuados por Mauricio Garcés y Silvia Pinal en un programa patrocinado por la Ginebra Oso Negro, para la cual yo hacía los comerciales. Y Álvaro se agenciaba unos centavos extra grabando la voz del locutor de “Los Intocables”. Decía Álvaro: “Chicago, 1927: Elliot Ness se enfrenta al contrabando de whisky escocés más grande en la historia de la ciudad…” ¿Te acuerdas, Gabo? ¿Te acuerdas, Álvaro? Uno de ustedes dos descubrió una ostionería sensacional en la colonia Guerrero de la ciudad de México , en la que nos dimos grandes comilonas, y otro día decidimos de pronto irnos al puerto de Veracruz, con Socorro, dos de mis hijos chiquitos y la Chaneca, y allí, en el zócalo, una noche inolvidable, en el café del Hotel Diligencias, yo me paré de pronto en una silla, alcé mi tarro de cerveza como si fuera la antorcha de la Estatua de la Libertad, y le dije a la concurrencia: "Señoras y Señores, quiero comunicarles a todos ustedes, que soy muy feliz". Lo mismo podría decir hoy, este día, en esta sala.
Y después, después y con el correr del tiempo, mi esposa y yo seguimos coleccionando colombianos. Amigos muy queridos, nunca olvidados, entre ellos Nicolás Suescún, Fernando Arbeláez, otro Arbeláez : Juan Clímaco, que trabajó conmigo en la BBC de Londres, Néstor Sánchez, Pancho Norden, Nancy Vicens, Juan Gustavo Cobo Borda, el desaparecido Rafael H Moreno Durán, Bernardo Hoyos.. y algunos más.
Hoy me apresto a aumentar esta colección de colombianos con Héctor Abad, quien llegará este próximo martes a Guadalajara. Héctor bautizó, con el nombre de "Palinuro", en honor de mi segunda novela, la librería que hace ya varios años fundó en Medellín.
Es por eso que, como mexicano y como escritor, como Premio Rulfo, como maestro emérito de la Universidad de Guadalajara, me permito agregar mi bienvenida personal a todas las otra bienvenidas oficiales que se le han dado y den a la delegación que hoy representa a Colombia en esta vigesimoprimera Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Sean todos bienvenidos.
Quiero aprovechar esta presencia para solicitar de la manera más atenta y respetuosa, un favor a la Delegación colombiana... En la Feria del Libro del año pasado, 2006, un grupo de actores de esta Universidad, dirigido por Daniel Constantini, puso en escena una obra teatral, escrita en verso, de mi autoría: "La muerte se va a Granada", que trata sobre los últimos días que pasó en esa ciudad el gran poeta andaluz Federico García Lorca, su detención y su asesinato por las fuerzas de la falange. La puesta en escena del Maestro Constantini fue espléndida, más allá de todo lo que yo había imaginado y espléndida también la actuación de todos los actores, en particular de Marcos Orozco.
Nada me gustaría más que esta puesta en escena de "La muerte se va a Granada" participara en el Festival Internacional de Teatro de Bogotá que es, sin duda, el de mayor prestigio en el mundo de habla hispana. Le ruego pues, a la delegación colombiana, que interponga usted sus buenos oficios para que esta obra sea considerada por aquellas personas que estén en capacidad de juzgarla como digna, o no, del Festival. “La muerte se va a Granada” fue filmada por esta misma Universidad, y la grabación correspondiente está a su disposición.
Aprovecho también esta tribuna, ¿por qué no?, para recordarle a mi querido amigo el Licenciado Raúl Padilla, Presidente de esta Feria Internacional del Libro de Guadalajara, su
promesa de llevar esta obra a España.
Si se piensa, si Ustedes piensan que con esto lo único que hago es llevar agua a mi molino, quisiera señalar que también llevo agua al molino de la Universidad de Guadalajara, porque ésta es responsable de la belleza y la altísima calidad de la puesta en escena que tuvimos el privilegio de disfrutar el año pasado en esta ciudad y que vale mucho, muchísimo la pena -y vale el presupuesto también- que sea vea en otras partes del mundo hispanoparlante, y en particular en la tierra de García Lorca.
Creo que para un Premio Juan Rulfo no es mucho pedir... ¿no es cierto, Juan?
¿no es cierto?
Sólo me resta agradecer de todo corazón a mi esposa, Socorro, y a mis hijos Alejandro, Adriana y Paulina, el gran apoyo moral y el amor que me han dado a lo largo de muchos años. También conté siempre con el amor y el entusiasmo de mi hijo Fernando, fallecido hace dos años, y en cuya memoria publico este año un librito de poemas infantiles.
Y por supuesto, dar las gracias más cumplidas y cálidas a los miembros del jurado que se dignaron otorgarme el Premio: Gonzalo Celorio, Julio Ortega, Beatriz Pastor, Gustavo Guerrero, William Rowe, Rubén Gallo y Suzanne Jill Levine... A todos ellos, a todos ustedes, mil mil gracias.
Y para ti, mi querido Vicente Quirarte, un abrazo y mi agradecimiento por tus hermosas y exageradas palabras
Y para darle un ligero toque de solemnidad a este acto, permítanme decirles que a las _______ horas _____minutos del día de hoy, sábado 24 de noviembre del año 2007, declaro, en el uso de todas mis facultades mentales, y delante de testigos -cientos de ellos, como ustedes mismos pueden atestiguar-declaro, decía, aceptar de buenísima gana, con la conciencia limpia, con un gran entusiasmo y un inmenso júbilo, el Décimo Séptimo Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, alias segundo Premio FIL Literatura y asumo todas las consecuencias, tanto legales y periodísticas, como literarias y pecuniarias que conlleve esta aceptación.